Xixón vive la cultura, y con ello el teatro. Lo hace desde la infancia, gracias a FETEN, irriga arte hacia los barrios y sus equipamientos municipales, apoyado en el Circuito de Artes Escénica
A veces, no nos damos cuenta de la importancia de pequeñas grandes cosas que están a nuestro alrededor y que, sin ellas, la vida sería mucho más monótona, triste, aburrida. En multitud de ocasiones, por creernos propietarios de las cosas dadas, no hacemos una reflexión sobre qué pasaría si esas mismas cosas se diluyesen hasta quedar tan solo en un recuerdo. Eso ocurre con las manifestaciones artísticas de nuestro lado, que a veces ni nos damos cuenta de su presencia.
La invisibilidad del arte, que grita cuando te acercas a él, es fundamental para la sociedad, básico para la generación de personas críticas y reflexivas, siendo su carencia un aspecto que repercutiría notablemente en el individuo y en la capacidad grupal de la sociedad en su conjunto. Está claro que podemos vivir sin visitar un museo, entrar en un cine, escuchar una canción, pero hacerlo nos llevaría a una vida menos llena, con más aire y vacío en su composición, pues la cultura, en todo su amplio espectro, es una cargadora de mochilas donde nos va introduciendo, de manera callada o estridente, desde el básico conocimiento hasta la formación emocional. No entendería la vida sin cultura, sin acceso a la misma, sin asomarme a su ingente capacidad de crear y mostrar, sin llenarme de emociones para seguir provocándome, al mismo tiempo, preguntas y respuestas.
Ayer, el día 27 de marzo, se conmemoró el Día Mundial del Teatro, una manifestación artística cuyos instrumentos para llevarla a cabo son tan básicos como el gesto y la voz. Con esas dos armas el actor puede transformar el mundo, con esas dos herramientas la actriz puede construir pirámides de ilusión. Una persona con la capacidad de narrar una historia a través del movimiento de sus músculos, faciales y corporales, acompañado o no de un texto entonado, tiene la fuerza y el poder de meternos dentro de otra realidad, otra historia, otro mundo… cambiarnos. El teatro tiene esa compleja sencillez: un mero gesto puede provocar la salida abrupta de una lágrima, una simple palabra arranca la agradecida risa. Es cierto que detrás de cada texto, de cada mueca, hay horas y horas de ensayos, de palabras borradas en un papel y vueltas a escribir, de espejos y pruebas en escena, pero todo se basa en la emoción. En ese esfuerzo conjunto, buscando la misma finalidad, hay directoras, maquilladores, diseño de vestuario y luces, escenógrafos, músicas y un elenco de personas unidas al telón. Gentes del teatro que hacen de su profesión su pasión o, al revés, de su pasión su profesión, pues, en multitud de ocasiones, se confunde sentimiento y trabajo en una difusa línea generadora que provoca, al acabar la función, sonrisas en el público y emoción en las personas sobre la escena, aplausos y vítores en las butacas, pero lágrimas de placer en el escenario.
No obstante, no debemos olvidar que estamos hablando de profesionales, de personas que viven de su trabajo en las tablas. Esa persona vestida de infancia, que cambia su tono de voz para llevar el texto a los niños y a las niñas, envolviéndoles con sus recursos escénicos de magia, tiene la fea costumbre de comer, de dormir, de comprar ropa… por lo tanto, no debemos ver en la cultura, ni en el teatro, un mundo de gentes que pasan su tiempo solamente provocando el disfrute a los demás. El teatro, la cultura es el medio de vida de las personas y sus familias, de profesionales con mucha formación reglada y otro tanto esfuerzo de experiencia. Por ello, son también un sector generador de riqueza, porque la cultura no solo es creación, es trabajo, es tejido empresarial, es economía de un país. Aquellos que hablaban de titiriteros con el desdén que no tiene la palabra, deberían saber el movimiento económico del mismo produce más del tres por ciento del producto interior bruto de este país y aproximado porcentaje de empleo.
La primera obra de teatro que pude contemplar fue en el mágico local situado en la calle Pedro Duro de Xixón. En ese lugar, Rosa Garnacho se subía a las tablas para conquistar las luces, abrirnos los ojos hacia las ventanas detrás de un telón y hacernos soñar. Quiquilimón fue fundamental para la infancia de Gijón. En esa sala, esas ganas de llenar la ciudad con teatro desde la base, esa ilusión en generar ilusiones, sembró las inquietudes del hoy. Me alegré enormemente por Rosa y Chus cuando se les otorgó su merecidísima medalla de plata de la ciudad en 2022. En esa ocasión, no fue el telón sino las butacas del Jovellanos, llenas de todos los sectores de la sociedad gijonesa, las que se abrieron para ofrecerles un aplauso por toda una vida dedicada al teatro y a la ciudad, una ciudad que soñó con ellos, rio con ellos, creció con ellos. Por lo que a mí respecta, eternamente agradecido.
Después vinieron las obras de teatro en verano, sin grandes recuerdos, tan solo disfrutes sin alardes, pues tenemos la tonta manía de no valorar el paso de la adolescencia por nuestra vida. En esa rebeldía, absurda y necesaria, que configurará nuestra personalidad, nos dedicamos más a los equilibrios de un cuerpo en constante desequilibrio que en disfrutar de los cambios que se provocan en nuestra mirada. Esa tontuna, encajada en los huesos que se estiran, te hace ir de lado a lado, intentando absorber de manera inintencionada lo que ocurre a tu alrededor, empapándote sin mojarse para crear a la persona. De esa época, pocos o casi ningún recuerdo, a excepción del teatro Arango, qué pena sus colores chillones vendiendo hamburguesas, y el señorial Jovellanos, con algunas pinceladas de otros espacios escénicos que no recuerdo, pero me llega con nitidez la imagen de un chorro de luz rompiendo la oscuridad de la escena indeterminada. En el Arango pude ver a Arturo Fernández, actor gijonés homenajeado en nuestra ciudad con un palco en su teatro Jovellanos. La obra fue el típico espectáculo del galán maduro, protagonismo estirado en el tiempo en exceso, que no me agradó. Los fogonazos de la función que han quedado en la memoria me llevan a ver como la mujer quedaba en el lugar trasero de la escena, reflejo de lo que pasaba en una sociedad cuyos gritos por la igualdad eran cada vez mayores y, por suerte, imparables hasta que se elimine la injusticia desigualdad que seguimos viviendo.
La madurez me permitió empaparme de teatro, dejarme llevar por textos y más textos, obras y más obras, gracias en gran medida a mi paso por Madrid y mi aprovechamiento de vivir cerca de una gran ciudad. Precios bajos en días señalados, disfrute de pequeños espacios escénicos, alternar teatros en Gran Vía con salas de barrio en donde tocas casi con tus manos y las emociones a los actores, hizo de esos años de presencia madrileña un constante visionado de teatro, unido a conciertos en locales de techos tan bajos que te impedían botar, charlas de escritores y escritoras, museos, galerías, ferias.
Al acabar el periodo casi obligado de todo maestro fuera de su casa por las pruebas de acceso a la función pública, volví a mi ciudad, a mi cuna, con el bagaje suficiente para apreciar lo bueno que tenemos en este municipio de provincias, en donde la cultura viaja por las calles con velocidad de crucero gracias a años pasados. Xixón vive la cultura, y con ello el teatro. Lo hace desde la infancia, gracias a FETEN, irriga arte hacia los barrios y sus equipamientos municipales, apoyado en el Circuito de Artes Escénicas de la Consejería de Cultura del Gobierno del Principado de Asturias, se deja envolver de la magia de la escena en el Teatro Jovellanos, fidelizando público con uno de los mejores programadores nacionales, vibra en sus butacas dispersas en la ciudad por la semilla sembrada de grupos como Quiquilimón, Gesto, La Máscara, durante su lucha por romper oscuridades en un pasado. Xixón vive la pasión del teatro porque somos una ciudad de sentimientos y emociones.
Por eso celebramos el Día Mundial del Teatro, creyendo que sin que se abra un telón, las ciudades son más grises, más oscuras, peores.