El solemne día en que se constituía el Parlamento de Asturias, los jóvenes podemitas entraron besando al personal de limpieza a la par que gritaban «¡Somos de los vuestros, hemos venido a salvaros!». Uno de los besados preguntaba «¿A salvarnos de qué?»
En cierta ocasión, un diputado ilustre me narró la entrada de Podemos en Junta General del Principado de Asturias. El solemne día en que se constituía el Parlamento, los jóvenes podemitas entraron jugando con la puerta giratoria que daba acceso al edificio, haciéndose selfies, deslizándose por las barandas de la escalera de honor y besando al personal de limpieza, a la par que gritaban «¡Somos de los vuestros, hemos venido a salvaros!». Uno de los besados, sin previo aviso, con más estupor que indignación, preguntaba «¿A salvarnos de qué?». La escena fue, sin duda, surrealista pero no carente de sentido ya que, como todo sueño, guarda un significado latente.
Hace poco, los mismos autores nos brindaron otra peculiar escena: Podemos contra Podemos. A tres meses de las elecciones, en el interior de la sede, Podemos Asturias ofrecía una rueda de prensa para informar de la expulsión de su diputado Daniel Ripa, a quien exigía que entregase inmediatamente su acta de diputado. Mientras, en el exterior de la sede, Podemos Asturias protestaba enérgicamente por lo que estaba ocurriendo en el interior al grito de «¡Manos arriba, esto es un atraco!». Los que silbaban y chillaban en el exterior dieron una rueda de prensa simultánea en la que informaron de que lo que se estaba produciendo en el interior era una «purga». Los periodistas católicos que allí se encontraban, con un pie y un micrófono dentro de la sede y con otro pie y otro micrófono fuera, debieron pensar que lo que allí ocurría era un fenómeno de bilocación, ese suceso sobrenatural y milagroso que permite a una persona o a un objeto estar en dos lugares diferentes a la vez. San Martín de Porres fue un experto en esto que Podemos hace de forma amateur: durante una epidemia en Lima, los contagiados, que se encontraban confinados en sus hogares, recibieron, todos a la vez, la visita del santo dominico a los pies de su camas.
Para mí no hay mayor milagro que el de la literatura: unas simples manchas de tinta negra sobre un papel nos sumergen en una ficción con el poder de explicar la realidad. ‘El señor de las moscas’ es una magistral novela que nos explica qué ocurre cuando los niños toman el poder. La historia se inicia con un grupo de adolescentes que acaban en una isla desierta, sin adultos, sin padres, sin profesores, sin instituciones, sin normas. Los niños, por fin libres, se reúnen en asambleas para construir una nueva e idílica sociedad. Pero lo que en un principio comienza como una aventura llena de ilusión y compañerismo, democracia y armonía, acaba desembocando en celos y disputas sangrientas por el poder. Así, la inocente utopía infantil va dando paso a un proceso de animalización y barbarie. Debajo de los adoquines no se encontraba la cálida arena de la playa, sino la de la selva en la que todos luchan contra todos. Ante la deriva, uno de los niños llega a preguntar «¿Qué es lo que somos? ¿Personas? ¿Animales? ¿Salvajes?». Un poco de todo, diría Freud. Niños, diría yo, y, cómo niños que son, su auténtico pecado es el adanismo, una forma de narcisismo que ignora o impugna todo aquello que no surge de uno mismo y que desprecia, por tanto, el valioso legado de quienes nos precedieron. Pero en el pecado de creer que uno inventa lo que descubre se encuentra la penitencia: repetir una y otra vez todos los errores de toda la humanidad.