Pachu, que en Cimavilla era Chupa, respiraba como el artista que siempre había sido. De la mañana a la noche o bien entrada la madrugada
El territorio del arte no puede ser encorsetado por normas, horarios y métodos. El artista integral fluye en campo abierto, como buen ser libérrimo, sin pedir explicaciones ni justificar un trabajo que nunca llega a mudarse en carga pesada o mortificación. Francisco Sánchez Puente fue artista toda su vida. Jugó en el Sporting entre 1945 y 1959 y contribuyó con sus improvisados tantos y disparatados regates en los ascensos de 1951 y 1957.
Sánchez, Biempica, Ortiz, Ricardo y Armengol marcaron 107 goles la temporada 56-57 en Segunda División. Formaron parte de aquel equipo conocido como ‘Matagigantes’, capaz de pintarle la cara a Barça y Real Madrid con chicharros por la escuadra y buen juego. Sánchez salía al campo encogido de hombros mientras se frotaba las manos. Aquel corpachón de tórax atlántico y largas piernas pisaba el verde retando al frío y la desgana. Buscando acomodo, sin prisa, en la punta izquierda, ahorrando energía minutos antes de empezar el match. Sin perder de vista al compañero de galopadas, justo en el extremo de la derecha: Cholo Dindurra. Izquierda y derecha, derecha e izquierda también se juntaban en los merenderos de la capital de la Costa Verde. Las únicas parcelas interclasistas de Gijón, donde Pachu y Cholo coincidían sin uniforme rojiblanco. Izquierda y derecha, derecha e izquierda.
Sánchez con risotadas, sidra y amigos. Cholo en pareja y con un whisky aceptable. Era fiel Sánchez a su boina negra y frecuentaba todo tipo de chigres, tascas o figones. Más allá, incluso, de los límites permitidos por “la decencia” de la época o por hábitos y horarios de un deportista. Pero es que Pachu, que en Cimavilla era Chupa, respiraba como el artista que siempre había sido. De la mañana a la noche o bien entrada la madrugada. Y daba igual si al día siguiente había entrenamiento, carrera por la playa o partido oficial. Él se iba a presentar lozano, fresco e imaginativo para regalar a la grada todo tipo de genialidades con un balón entre los pies. Cuando iniciaba la carrera nunca se sabía lo que podía pasar. El esférico de cuero estaba vivo en cuanto botaba en la izquierda y el delantero apuraba la banda, pegado a la cal, fintando, levantando la pelota, chutando con fuerza hercúlea. Pisando y avanzando o centrando y celebrando, dejando en corto y rematando.
Cualquier razonamiento podía pasear por su cabeza que libraba batallas futbolísticas a la velocidad de la luz. Pachu, que era Chupa en Cimavilla, seguía corriendo en el minuto 90 con la mente puesta en sus amigos de correrías. Compadres con la importante misión de enfriar una caja sidra en el Cutis en cuanto el árbitro pitase el final del partido