«Tres madrugadas de angustia, de gritos y sollozos, dejaron a la expedición de búsqueda sin esperanza. El cuerpo del Pecas no aparecía. Perdido para siempre en la hambrienta mar que a su padre le había dado un oficio»
Carmen y el Pecas se besaron por primera vez una noche de agosto en La Cantábrica, después de ver a la chavalería más osada de Cimavilla tirarse al agua, imitando a Greg Louganis. Con estilo, como si saltasen de un trampolín, jugándose la medalla de oro en los Juegos Olímpicos y también la vida. Sin darse cuenta, sin pensarlo. Cuando se va abandonando la adolescencia, esa creencia en la inmortalidad es fe de granito. Dura, como las rocas que fueron bautizando sin prisa. Al ritmo que marcaba agosto. En el pedreru estaban el caracol, la leona y el submarino. El Pecas solo se tiró una vez desde La Cantábrica. Tres madrugadas de angustia, de gritos y sollozos, dejaron a la expedición de búsqueda sin esperanza. El cuerpo del Pecas no aparecía. Perdido para siempre en la hambrienta mar que a su padre le había dado un oficio.
Era Carlinos el Pecas un ‘guaje’ sagaz con sonrisa de galán; contaba o se inventaba buenas historias aquel rubio vivaracho, bajito de ojos verdes. Las pecas le cruzaban, como una culebra, desde la frente a la nariz, que terminaba en punta con un lunar. Ella pasó muchos años sin acercarse por La Cantábrica. Hasta la mañana del 3 de marzo de 2008. En esa desapacible mañana de olas colosales y lluvia en la cara, acompañó a Paz Fernández Felgueroso y a Antonio Trevín en la inauguración de la escalera cero. La Cantábrica tenía placa y nombre oficial. Carmen no dejó de recordar el primer y el segundo beso con largo abrazo, y ese verano ladrón con tardes de mar cabrona. La Cantábrica, de balneario a piscina natural; besando por detrás a la iglesia de San Pedro en paseo, con escalera, farola y barandilla. La Cantábrica, vecina del Real Club Astur de Regatas, que privatizó acantilados a principios del siglo XX. Desalojando alcatraces y gaviotas sin muchos miramientos para que la ‘gente bien’ pudiese disfrutar de su regalada vida.
A Carmen lo de cambiar la hora en otoño le ponía de mal café. La lluvia golpeaba insistente los cristales de las ventanas, bajó las persianas y encendió la tele. Ponían una peli de Elvis en Acapulco. Los clavadistas se lanzaban al océano desde La Quebrada. Alguien tocaba el timbre, apagó el televisor. «Mamá, abre que traigo una sorpresa de la huerta». Carmen abrazó feliz a Iván y su vástago dejó rodar una calabaza gigantesca. Iván sonreía, y bajo la luz del portal se parecía a Steve McQueen. Las pecas le cruzaban, como una culebra, desde la frente a la nariz, que terminaba en punta con un lunar.