«El 31 de julio de 1965 era un cine y en esa fecha proyectó su primera película: ‘El hombre de Río’, protagonizada por Jean Paul Belmondo»
Berta se queda mirando al mar embobada desde la barandilla de La Cantábrica. Lleva diez minutos contemplando el envite de Neptuno en un día de invierno que engulló la luz desde bien temprano. Luego volverá a pasear Cimavilla con calma, muchas décadas después, recordando la vida en el barrio alto y en su Gijón que ya no es su Gijón. Vuelve a la ciudad en la que nació y creció como aquel recordado Antonio Ferrandis en ‘Volver a empezar’. Amenazan esas nubes de nostalgia con empañar la mirada cansada de Berta, que ya arrastra 66 primaveras de lejanías y soledades. Nunca le resultó extraña la soledad. Sabía paladearla, disfrutarla desde los primeros juegos de infancia.
En Castro Romano se topa con el espacio que ocupó un refugio intelectual llamado Cine Brisamar. Convertido hoy en garaje por arte del desaforado culto al automóvil como dueño y señor de la ciudad. Hoy Brisamar es un kiosco y un café. El 31 de julio de 1965 era un cine y en esa fecha proyectó su primera película: ‘El hombre de Río’, protagonizada por Jean Paul Belmondo. Berta no pudo verla, el film estaba autorizado para mayores de catorce años, y ella tenía ocho. Tres años más tarde la sala vivía otra inauguración, esta vez como cine de arte y ensayo, con pelis en versión original, subtituladas. En dos sesiones de tarde y una de noche. Ocupaba la pantalla la actriz francesa Catherine Deneuve en ‘Repulsión’, para mimar los coloquios del ambiente gijonés más underground, el 4 de mayo de 1968. Berta disfrutó entre las 450 butacas del Brisamar, analizando o dejándose llevar por los filmes que el régimen vetaba en las salas comerciales. En soledad y acompañada.
El estreno de ‘La naranja mecánica’ supuso todo un acontecimiento en Cimavilla. La cola llegaba hasta Atocha y ese día Paradiso facturó los libros de un año entero. En el vestíbulo no se vendían chuches ni refrescos, se esperaba fumando, leyendo o charlando. Y estaba presidido por un mural dedicado a los hermanos Lumiére con el inconfundible estilo de Navascués. Mural que sobrevive milagrosamente en una de las paredes del parking. Berta conoció a Miguel en el cine y durante tres años se vieron a diario. Miguel afirmaba ser trotskista de pura cepa, en realidad se trataba de un muchacho de «buena familia». Con apellido compuesto, separado por el guion. El tipo se presentaba con su energía arrítmica, el pelo ensortijado, camisa abierta y un manoseado volumen de «Las lecciones de la Comuna» bajo el brazo. Se conocieron en la fila de los mancos mientras pasaban «Nazarín». Y en ‘El imperio de los sentidos’ pasaron del magreo con morreo al viaje a la humedad.
A Miguel le gustaba la mistela, Berta prefería sidra en verano y cerveza el resto del año. «Pareces un cura con tanta mistela o mi tía abuela». «Venga, ‘Mercader’, págate algo». Y el trosko con perres se enfadaba dos tardes seguidas. Algunas veces salieron del cine al galope por culpa de los fachas de Fuerza Nueva, pero siempre juntos, hasta que el amor se esfumó. Un sábado o tal vez un domingo. En la primavera de 1980 Berta rompió con Miguel. En 1981 Berta coincidió con Jorge en la playa y brotó la pasión. El salsero ilustre Jorge Bellido de Luna, primo de Rubén Blades, pasaba el verano en Gijón y al llegar septiembre viajó desde Madrid con destino a Panamá, feliz y en pareja. Sin mirar atrás, Berta vivió, bailó, se aventuró por «peligrosas rutas» y enviudó a los 60. Con rentas suficientes para no preocuparse cada fin de mes. Seguía atenta mirando el baile de las olas y alguien tosió a su lado. Se trataba de una sotana arrugada. Un cura veterano que le sonrió. Miguel quiso decir algo y su aliento a mistela hizo que Berta regresara de repente a la oscura sala de el Cine Brisamar.