Yo no sé si la gente tiene perros porque los prefiere a los hijos o tiene perros porque no puede tener hijos o no tiene hijos ni perros porque no les da la santa gana. Lo que sí sé es que los perros xixoneses son trasversales
Entre 1347 y 1352 la peste negra arrasó Europa. Arrasar es un verbo que describe muy bien lo que sucedió pues se calcula que entre el 30 y el 60% de la población europea sucumbió a la enfermedad. Recuerdo a mi profesora de Historia del instituto tratando de hacernos comprender las consecuencias psicológicas que la catástrofe tuvo entre los supervivientes, cómo el trauma y la muerte a gran escala lo cambiaron todo: la religión, el arte, la política, la forma de relacionase con los demás… hasta el punto de que muchos historiadores consideran que la peste aceleró la llegada del Renacimiento. Hasta hace poco hablar de la peste y del shock cultural, psicológico y político era poco más que especulación erudita, una excusa para lanzarse a la lectura del Decamerón o Chaucer… pero ya no. El coronavirus nos redujo de nuevo a nuestra condición más carnal, volvimos a ser cuerpos vulnerables, encerrados en nuestras casas, asustados, aislados, nos volvimos seres medievales de golpe.
Nos encaminamos al cuarto aniversario del confinamiento y lejos quedan los aplausos en las ventanas y los “de esta saldremos mejores”, también quedan olvidados los nazis de balcón que gritaban a todo ser viviente que veían en la calle: familias con hijos autistas, personal sanitario que volvía o iba al hospital, personal de limpieza, trabajadores y trabajadoras de supermercados y también a quienes tenían que sacar a pasear a sus perros. Salimos todos del confinamiento como salíamos cuando éramos pequeños de la escuela: excitados, ansiosos, alegres, corriendo hacia la libertad… y sin querer hablar de lo que hemos pasado. Hay una especie de olvido pactado sobre el confinamiento y la pandemia, hacemos como si no hubiera ocurrido. Hablamos de educación como si el alumnado no hubiera perdido todo un trimestre y un curso entero con esa aberración pedagógica que fue la semipresencialidad. Hablamos de pantallas y adolescentes como si los móviles no hubieran sido lo único que les permitió permanecer conectados en un momento en el que la socialización es esencial para su desarrollo. La pandemia nos ha dejado marcas que nos negamos admitir, ha dejado marcas en todos nosotros y en nuestras ciudades, también en Xixón. Nos paseamos por nuestra ciudad como si la pandemia no la hubiera transformado pero hay más bares, más terrazas, más pisos turísticos, menos pequeño comercio.
Hay muchas cosas que amo de esta ciudad y muchas cosas que detesto. Como las madres exigentes, que los defectos de nuestros hijos nos entristecen más que sus virtudes, hay días que me relaciono con esta ciudad de forma repunante, por eso cuando me enfado con ella busco siempre aquello que más me gusta, para compensar, para no ser injusta. Y Xixón es una ciudad encantadora si tienes perro. Unos cuarenta mil perros conviven con nosotros, somos, sin duda alguna, una ciudad perruna. Hay mucha gente preocupada por esto pues es una certeza perfectamente constatable que hay más perros que niños pequeños en Xixón. Sin embargo las causas de la poca natalidad en nuestra ciudad -y en toda Asturies, si nos ponemos- se hunden en cuestiones mucho más profundas y complejas. Yo no sé si la gente tiene perros porque los prefiere a los hijos o tiene perros porque no puede tener hijos o no tiene hijos ni perros porque no les da la santa gana. Lo que sí sé es que los perros xixoneses son trasversales. Conviven con familias jóvenes con hijos, con parejas sin hijos, jubilados, personas viudas, solteros, divorciados y matrimonios de mediana edad con su prole en la universidad.
Los perros de Xixón no son tiquismiquis con las personas, se adaptan a todas nuestras circunstancias vitales. Nos acompañan en los parques, en los bares, por las calles, en la playa y los caminos rurales. Nos han hecho compañía en la pandemia y nos han salvado de caer en un pozo profundo de tristeza y nihilismo. Sí, lo confieso, me gustan los perros, creo que lo he dejado bastante claro, de hecho suelo decir, medio en broma, medio en serio, que son los reyes de la creación, siento una alegría espontánea cuando me cruzo con un perro, me fijo en su forma de caminar, en si mueve el rabo, en su cara… así que me lo paso bien cuando camino por Xixón. Pero también me gustan las personas, soy un bicho raro que trata de compensar su timidez con una ingenua fe en el ser humano. Y me gustan las ciudades, porque son un maravilloso experimento, a veces fallido, otras enervante, de convivencia humana.
Lo hermoso, y complicado, de vivir en la polis consiste en preocuparte por los otros, en ser consciente de que no estás solo, que lo que haces influye en los demás. Seguimos heridos por la pandemia, se nota en la forma en la que todavía nos relacionamos entre nosotros y con la ciudad. En los días del confinamiento, con las calles solitarias era fácil olvidar que convivíamos con otras miles de personas más o menos asustadas, más o menos enfadadas, como nosotros. Cuando salías a pasear con tu perro, si te habías olvidado la bolsa, casi te podías convencer de que no pasaba nada pues llegabas a pensar que estabas solo. Pero ya hemos recuperado las calles, y por esas mismas calles tenemos que transitar todos, incluyendo familias que tiran de cochecillos, personas en sillas de ruedas y gente con movilidad reducida, mucho más vulnerables ante los excrementos de los perros. Y en muchos barrios de esta ciudad los excrementos caninos son ya un problema evidente por culpa de la dejadez y la falta de responsabilidad de unos pocos, pero es que, además, los excrementos de los perros no son solo una asquerosidad y un problema estético e higiénico, son también un síntoma, una prueba de falta de civismo y empatía con el resto. La pandemia nos hizo darnos cuenta de nuestra vulnerabilidad y muchos de nosotros nos hemos lanzado al carpe diem, pero si tienes perro, como yo, no te olvides de la bolsita.
¡Ay, las cacas!. Pues sí. A mi los perros me eran indiferentes hasta que desde su puesta de moda, ya no hay calle donde no topes con cagadas. Les estoy cogiendo una rabia… a ellos, a los dueños y a toda la ciudad, a la que también, por momentos amo y por momentos odio.