Nuestro concejal de Tráfico y Movilidad, Pelayo Barcia, aún sueña con “meter la excavadora”(sic) en la Av. de El Molinón, por aquello de acabar con la “dictadura progre”
Asociamos la fluidez con libertad, con progreso, con la corriente que baja libre y sin obstáculos, con arterias que llevan sangre joven hasta los confines de nuestro cuerpo mediante el impulso del corazón. En definitiva, con la adaptación y la velocidad de una sustancia que nos da la vida.
Por el contrario, relacionamos la falta de fluidez con la dificultad de movimiento de una sustancia a través de un medio que se resiste a facilitar un flujo constante. Más o menos todo el mundo conoce lo que ocurre cuando las obstrucciones comienzan a dificultar un paso adecuado de la sangre hacía nuestros órganos vitales.
Sobre el asiento de un vehículo, esperamos que ese viaje resulte igual de fluido por la amplia infraestructura disponible. Deseamos llegar desde A a B con cuantos menos obstáculos mejor, sin esperas ni pagos extras. La expectativa es evitar momentos dentro del vehículo estando parados y que esto suponga menos tiempo para realizar cualquier otra tarea o disfrutar de la vida, sin más.
Desde fuera, cualquier peatón que observe una fila de vehículos esperando detrás de un camión de basura, será capaz de empatizar con esa situación y seguramente desee en ese momento un carril más para que toda esa gente al volante pueda rebasar el obstáculo y que puedan continuar hacia su destino.
Es un marco mental autoimpuesto con la experiencia masiva y popular del uso del coche, que emerge siempre bajo la lógica del desplazamiento en un vehículo a motor, nunca de las capacidades de una persona a pie. Por lo tanto, es la fluidez del tráfico, el constante movimiento sin fin, lo que nos dice intuitivamente que una calle funciona.
El precio de la “fluidez”
¿Cómo hemos llegado a la convicción de que este flujo es necesario y debe ser omnipresente en toda la trama urbana, considerándolo siempre un problema técnico solucionable o incluso un derecho ciudadano? Arrasando con cualquier otra posibilidad de moverse fluidamente si no es en vehículo a motor, sea del tipo que sea.
Durante casi un siglo, hemos transformado calles en carreteras y nuestro espacio público en lugares acotados para vehículos, donde el metro cuadrado libre de ellos se ha cobrado siempre muy caro.
Pero las calles no son chicle y no se pueden estirar más. Añadidas capas y capas de asfalto después a nuestro entorno, con la buena intención de facilitar el movimiento, la experiencia ha servido también para darnos cuenta de todo lo que supone y no siempre valoramos: uso innecesario, un gasto importante en nuestras propias economías personales, inseguridad, contaminación, reducción de la velocidad y aumento de tiempo al volante, falta de espacio para aparcar, expansión infinita de las ciudades y una larga factura en todo tipo servicios, también sanitarios y sobre todo, lo más importante: falta de inversión total en otras posibilidades de transporte más eficientes y de uso colectivo o universal.
No hay que olvidar tampoco que la propia historia del automóvil, es también es una historia de contención de sus efectos, de adaptación continua para reducir su violencia y conseguir una teórica convivencia con el resto de personas que viven en una ciudad.
El despertar de las ciudades
En este punto es cuando las ciudades con ansia de progreso despiertan de ese bucle infinito y lo que hasta hace poco era un mantra indiscutible empieza a dejar de serlo. Suena contraintuitivo, lo sabemos, pero restar fluidez al tráfico se traduce a menudo en ganancias de todo tipo, también para quien conduce. Es ciencia y existen numerosas experiencias que avalan esta afirmación.
Gijón no es muy diferente en ese sentido aunque haya gente en esta ciudad que firmaría ante notario que estos experimentos llegaron gracias al anterior gobierno. Sin embargo, basta revisar la hemeroteca años atrás para comprobar que la retirada de más de 200 plazas de aparcamiento y la semipeatonalización del centro y el carril bici como el del muro llegaron a la ciudad con Carmen Moriyón al frente y más o menos, este equipo de gobierno actual, que ahora presume de ello. “Gijón puede ser Amsterdam”, (sic).
Habrá quien afirme lo contrario pero en aquel contexto también se levantó una pasión vecinal similar al respecto. Un apocalipsis de atascos y enfermedad urbana que como en el Cascayu, no fué mucho más allá de las dosis de sorpresa iniciales. Una intensa experiencia post-pandemia, también se encargó de amplificar el problema.
Un ejemplo de éxito en la ciudad
Algunos síntomas de esa lucha paulatina contra la fluidez, los podemos observar a día de hoy en la Av. de El Molinón. Antiguo aparcamiento al aire libre en medio de un parque, reconvertido en un gustoso paseo que también transporta muchísimas personas y que nuestro concejal de Tráfico y Movilidad, Pelayo Barcia, aún sueña con “meter la excavadora”(sic) por aquello de acabar con la “dictadura progre”. Ninguna exageración, basta bucear mínimamente en sus declaraciones habituales para encontrar fácilmente esas expresiones claramente reaccionarias a este progreso natural de las ciudades que ha comenzado años atrás.
Esta contradicción conceptual es curiosa: Confiamos y defendemos a espada el progreso que en teoría nos trae la fluidez para circular en coche, pero luchamos a su vez contra quien demanda su racionalidad, a favor de una mayor seguridad y convivencia para todo el mundo, tachandolo de “progre”.
Una vez más, subyace que en la fluidez del tráfico está el progreso por encima de todo lo demás, en su interrupción para calmarlo y generar otras oportunidades, la involución. Falso.
La intervención en la Av. de Torcuato Fernández Miranda, un ejemplo de lo contrario
Y como para un carpintero todo son clavos, las soluciones propuestas bajo ese marco conceptual vigente, son igual de ineficaces. Un ejemplo lo tenemos en la reciente instalación de semáforos en la Av. Torcuato Fernandez Miranda, que como en otras partes de la ciudad, se instalan debido a la velocidad y la falta de respeto general de los conductores sobre los pasos de peatones.
Insuficiente porque una vez en verde se puede correr igual, ya que se impone la prioridad del coche sobre los peatones y no al revés, como hasta ahora. Tampoco se estudian los detalles, porque sigue habiendo un espacio dedicado al aparcamiento exagerado, que se traduce también en maniobras peligrosas. Todo ello incluso con un parking subterráneo cercano, público y medio vacío por una penosa gestión. Por la prensa sabemos que el concejal también se ha abstenido de participar en la elaboración de las bases del concurso para ocupar nuevas plazas, despreciando otra pieza relevante más en la movilidad de la zona.
Por supuesto, que con el gasto que suponen estos nuevos semáforos, tampoco se aborda ni se mejora el infame carril bici pintado en la acera, que resulta complicado para peatones y usuarios del mismo y que el propio concejal está de acuerdo, como lo estamos muchos ciclistas y peatones, en que resulta una auténtica chambonada. Otra oportunidad perdida para tomarse en serio la movilidad de manera integral y hemos perdido ya la cuenta en esta legislatura.
En definitiva, si solo aceptamos que la fluidez del tráfico es el único parámetro a valorar para que una calle funcione, el resultado y las consecuencias negativas para la vida urbana están a la vista y las hemos sufrido de una manera u otra, tanto si ponemos el foco en ellas como si no y preferimos ignorarlas. Si por el contrario queremos progresar e incentivar la convivencia, la salud y la verdadera libertad de escoger el transporte más adecuado para cada persona, priorizar menos el vehículo privado para incentivar otros modos de moverse, es la única manera de lograrlo.