El pensativo sureño recordó la última vez que taconeó por las callejuelas del barrio alto gijonés, fue en compañía de Lola. Su amiga Lola Flores conocía todos los tablaos del norte. Amanecieron en «El Alba» borrachos y felices, en la Cimavilla más canalla
Removió ausente el Ruso blanco. Entre impaciente y resignado. El vodka y la nata formaban una extraña espuma con el derretido hielo y esa mezcla no auguraba un buen último trago. El escritor sureño, perdido en la noche gijonesa, escuchaba silente el relato del imponente bigotudo descamisado con el que había intercambiado miradas cómplices en la barra. Era esta su primera vez apurando noche en un barco-discoteca y a esas horas las cosas se veían de otra manera. El charlatán bigotudo siguió contando la historia de aquella motonave de casco blanco. «Que si fue botada el 28 de julio de 1926 con el nombre de «Primo de Rivera» y el gobierno de la República cambió el nombre en 1931 bautizando a la embarcación como «Ciudad de Algeciras». «Que si en 1936 viajó desde Ceuta a la península con tropas del Rif para cometer, pie en tierra, escabechinas inenarrables en la guerra incivil. El dramaturgo sureño de engominado cabello sacó de su americana un paquete de Marlboro rojo y le ofreció un cigarrillo al inagotable narrador que movía cabeza y coñac al mismo ritmo. Mientras se daban lumbre el descamisado aspiró fuerte el pitillo y siguió parloteando: «Al parecer, un capitán llamado Manuel Margolles había comprado el vetusto cascarón por diez millones de pesetas en una subasta pública en Valencia. Quería convertir el barco en un museo de esa Asociación de Capitanes de la Marina Mercante». «Y ya ves compadre, de la idea inicial a cafetería y discoteca atracada en la dársena, y aquí nos encontramos en esta fría madrugada de octubre, despidiendo casi casi 1979».
El poeta sureño clavó su mirada con fiereza en el bigotes, negando tres veces con la cabeza. Cerró el pico, se dio la vuelta el parlanchín y se marchó a por otra copa, balbuceando con rostro compungido. Soplaba un viento helador y la vista del columnista sureño quedó fijada en dos humildes barcazas enterradas en un lodazal al que no se le podía otorgar el título de muelle. Algo chilló bajó sus pies, vio correr a una rata del tamaño de una liebre que buscó rápido cobijo en un agujero del casco. Ponía fondo musical a la aparición del roedor una canción de los Gibson Brothers que hizo bailar, por diez segundos, al elegante sureño: «Cuba, quiero bailar la salsa».
Por dónde y en manos de quién había pasado la década de los 70. Qué nos traerían los 80, de bueno, de nuevo. El pensativo sureño recordó la última vez que taconeó por las callejuelas del barrio alto gijonés, fue en compañía de Lola. Su amiga Lola Flores conocía todos los tablaos del norte. Amanecieron en «El Alba» borrachos y felices, en la Cimavilla más canalla. El uno del talle de la otra con la gratitud de la amistad bordada en sus ropas. Qué lejana le pareció aquella madrugada al sureño con pinta de galán. Nunca volvería a pisar el «Ciudad de Algeciras». No repararía en el paseo de Antonio Ferrandis en «Volver a empezar» con el barco al fondo del fotograma. Tampoco sabría nada de los tipos salvados del agua por Salvamento Marítimo en un agitado viernes de francachela, de muchos cubatas y puñetazos. Ni le llegaría la noticia del desguace en San Esteban de Pravia, el 13 de diciembre de 1984. Escritor, dramaturgo, poeta, columnista sureño. El talentoso Antonio Gala tan solo quería llegar al hotel y descansar unas horas, pero antes pidió al taxista que subiese la radio, sonaban otra vez los Gibson Brothers para poner más salitre al final de la fiesta: «Cuba, quiero bailar la salsa».