Desde hace unos años envolverse de forma ostentosa en la bandera de España es el entretenimiento favorito de las derechas y, en la mayoría de las ocasiones, el principio y el final de todo su posicionamiento político. Banderas de España en puños, cuellos o pulseras como complemento de moda en una exhibición de patriotismo de opereta, tan pomposa como vacua

Cuando era adolescente las paredes de mi cuarto contaban todo lo que yo creía que era, pensaba y anhelaba ser. Las fotos del Ejército Rojo en la toma del Reichstag del 2 de mayo del 45 se mezclaban con otras de Pearl Jam, Nirvana, David Bowie, Radio Futura, Axl Rose en calzoncillos o Steve McQueen en La gran evasión (nadie nunca antes había escapado de un campo de prisioneros siendo tan cool, ni siquiera William Holden) y estas compartían a su vez espacio con otras de mis abuelos o mi pandilla de amigos, con algunas entradas de conciertos, un par de viñetas de Forges, unas pegatinas a medio arrancar de Los Pitufos y David el Gnomo, estropeados testimonios de mi infancia, y un trozo de madera con un pirograbado bastante cutre y que milagrosamente me valió un notable en Pretecnología. Y entre todo este batiburrillo aspiracional y caótico reinaba orgullosa una banderona roja con la cara del Che.
La adolescencia es una etapa de nuestras vidas en la que no nos vale solo con buscar lo que queremos ser, también tenemos que aparentarlo y, a ser posible, hacer alarde de ello. Necesitamos el rito, la expresión folclórica para crear y fijar nuestra identidad y así encontrar a aquellos con los que compartimos intereses: la bandera del Che, la camiseta del equipo de fútbol, la pasión por un mismo tipo de música… Gracias a estas cosas podemos formar una nueva familia, una tribu que nos entienda y nos acepte. Con el paso del tiempo vamos aprendiendo a desprendernos de la parte más folclórica de nuestras vidas, entendiendo que lo que somos, lo que defendemos, lo que nos une a los demás no está en el alarde externo, en la parte folclórica, sino en otras cosas más importantes, sutiles, casi mudas. Vamos guardando las banderas del Che en algún cajón olvidado y la sustituimos por otras formas de hacer comunidad, de compromiso político pero también de compromiso con los demás.
Esto no evita que la mayoría de nosotros sigamos manteniendo esa parte de exhibición con la que nos creemos y sentimos únicos mientras buscamos la complicidad de quienes se nos parecen o de a quienes nos queremos parecer: yo porto orgullosa mi camiseta de Guns and Roses al igual que muchos aficionados del Sporting llevan la suya los días de partido u otros cargan con una bandera republicana en las manifestaciones o llevamos en la solapa un pin de Palestina, impotentes y horrorizados por el genocidio del pueblo palestino… Porque hay veces que solo nos queda agarrarnos y consolarnos en el rito. Pero otras veces el rito es lo único que somos o tenemos.
Desde hace unos años envolverse de forma ostentosa en la bandera de España es el entretenimiento favorito de las derechas y, en la mayoría de las ocasiones, el principio y el final de todo su posicionamiento político. Banderas de España en puños, cuellos o pulseras como complemento de moda en una exhibición de patriotismo de opereta, tan pomposa como vacua. Banderonas de España por doquier, kilométricas, mastodónticas y ondeando al viento. Un folclorismo nada original que alcaldes y alcaldesas sin proyecto de ciudad ni intención de tenerlo se copian entre sí. Al fin y al cabo si ya tenemos ciudades clonadas, masificadas, gentrificadas y turistificadas, casi imposibles de distinguir las unas de las otras, con las mismas cadenas de hamburgueserías smash, tiendas de ropa, cafeterías instagrameables y letronas en 3D, ¿qué más da que también en todas ellas ondee una banderona de España con la que tapar las miserias y la falta de políticas de los ayuntamientos que las erigen? Será por perres y prioridades.
Sesenta y cinco mil euros es lo que se va a gastar el Ayuntamiento de Xixón en colocar un mástil de treinta metros que se levantará en la Plaza del Humedal. Desde ese mástil ondeará, en un futuro no muy lejano, una banderona de España igual que las que ya ondean en Uviéu o Madrid. Personalmente yo no soy nadie para juzgar las extravagancias y los gustos random de los demás, he hecho maratones de las versiones extendidas de El Señor de los Anillos y visto en bucle episodios de Rebels por encima de las posibilidades de cualquier adulto funcional para criticar a nadie. Pero cuando las extravagancias, las manías, los alardes y los complejitos de la corporación de gobierno se tienen que pagar con los impuestos de todos y todas, la cosa cambia.
Xixón es una ciudad al límite. No es la única. Este proceso lo están experimentando la mayoría de las ciudades europeas. La mezcla de turistificación, crisis ambiental, guerras culturales en torno a la movilidad, vuelco de la pirámide poblacional, desregularización, malestar, falta de viviendas y ausencia de proyectos de futuro han convertido a nuestras ciudades en espacios incómodos y casi desconocidos para unos vecinos y vecinas que se sienten no solo expulsadas de ellas sino casi como extrañas, o incluso de sobra, en sus propias urbes. El desborde de visitantes está provocando además que muchos servicios públicos de esta ciudad, con EMULSA a la cabeza, que ya venía arrastrando viejos problemas de mala gestión previa, se resientan. El deterioro que está sufriendo Xixón en algunos de sus barrios es más que evidente. Hay suciedad, malos olores y poco personal de limpieza. Sin embargo la alcaldesa ha decido que es una prioridad que una bandera enorme ondee en el centro de la ciudad como si esperase poder tapar con ella todas las miserias de su gestión. Esperemos que una ráfaga de viento no se la lleve por delante, porque entonces solo tendríamos un mástil tan inútil, banal e innecesario como esta exhibición folclórica de patrotismo pueril y superficial de nuestra alcaldesa.