Esta columna surge al descubrir en uno de mis paseos de hace unos días que en una máquina dispensadora de snacks junto a las chocolatinas, el paquete de pipas, el refresco o los condones había mascarillas
Si hace treinta o veinte años nos tropezábamos por la calle con una persona con mascarilla lo más probable es que estuviéramos en Madrid o Barcelona y que la susodicha persona fuera japonesa o china. El encuentro convertía a la portadora de tal adminículo en un ser extraño, poco común e incluso esnob.
Con la llegada de los años noventa, las autoridades comenzaron a preocuparse por el continuo crecimiento y cada más elevado índice de contaminación medio ambiental. Empezamos a oír cada vez más lo del cambio climático; que el agujero en la capa de ozono no paraba de crecer y el efecto invernadero generado por la emisión de gases generaba cada vez más consecuencias. Esa preocupación se trasladó puntualmente a las calles de nuestras ciudades y comenzamos a ver en las calles de España lo que en la segunda parte del siglo pasado calificábamos de esnobismo o exageración. Descubrimos que no hacía falta ser chino o japonés para usar la mascarilla como medio de protección frente a la contaminación.
Y llegó la pandemia del COVID que hasta el momento ha provocado más de 105 millones de contagios y causado cerca de 2,5 millones de muertes en el mundo. El coronavirus nos ha cambiado la forma en que nos relacionamos, el uso de los espacios, la manera de viajar y hasta la forma en que nos vestimos. Y una de esas nuevas prendas son las mascarillas.
Hasta tal punto ya forma parte de nuestra vida cotidiana que esta columna surge al descubrir en uno de mis paseos de hace unos días que en una máquina dispensadora de snacks junto a las chocolatinas, el paquete de pipas, el refresco o los condones había mascarillas. Las hay higiénicas y FPP2 y aunque con un precio superior al de una farmacia, la mascarilla ya forma parte de nuestra vida cotidiana como el regaliz o los gusanitos.
Son datos suficientemente elocuentes como para que las mascarillas se vendan en las máquinas de snacks
Nos molesta, nos irrita, oímos peor (yo al menos), nos reseca las narices y también nos la toca. La maldecimos y damos la vuelta a casa cuando en el portal nos damos cuenta de que se nos ha olvidado. Nos pone nerviosos cuando de repente se rompe uno de sus estribos en plena calle. Las buscamos de diseño y las combinamos con nuestra vestimenta. La cuidamos, la lavamos, la cambiamos… La mascarilla ha venido y se ha quedado. ¿Para siempre?
Volvamos a Japón. En el imperio del sol naciente lleva siglos usando la mascarilla como un elemento de su vida diaria porque en su cultura el uso de este complemento se entiende como un avance tecnológico. Existen registros que muestran que durante el período Edo (1603-1868) las personas cubrían la cara con un pedazo de papel o con una rama de sakaki (una planta sagrada) para evitar que saliera su aliento hacia el exterior.
La pandemia de la denominada gripe española, hace ahora un siglo, dejó en Japón 390.000 muertes con una población ligeramente superior a la que ahora tiene España. El gobierno japonés aplicó entonces una estrategia de vacunación, aislamiento y uso de máscaras quirúrgicas o tapabocas para detener y finalmente controlar esa crisis. La consecuencia fue que la población reforzó el uso de la mascarilla y la asumió como parte de su atuendo ya que eran una barrera entre el aire puro y la polución.
Un siglo después Japón capea esta pandemia con la tasa más baja de contagios y muertes por covid-19 entre las siete economías más grandes del planeta (EE.UU., China, Alemania, Francia, Reino Unido y Canadá).
Comparen. Con una población de 126 millones de habitantes, en Japón se han registrado poco mas de 400.000 contagios y 2.600 fallecimientos. España, con 47 millones de habitantes, ha registrado hasta el momento casi tres millones de contagios y más de sesenta mil fallecimientos.
Son datos suficientemente elocuentes como para que las mascarillas se vendan en las máquinas de snacks y para que silencien a los y las que aún dudan de su eficacia. Para éstos y éstas recuerdo que la mascarilla también se llama tapabocas.
Nacho Poncela es periodista y colaborador de miGijón