
«Con la excusa de que era necesario deshacerse de espacios inútiles para convertir nuestras casas en lugares prácticos, nos han ido asardinando, enclausurando y aislando en esas latas de pladur y hormigón que llamamos pisos»
Me encantan los días en los que no tengo que cocinar. Por desgracia soy una cocinera no vocacional -a pesar de que se me da bastante bien- a la que le resulta tedioso tener que pensar en menús diarios y que además se pone muy nerviosa con todo lo que se ensucia al hacer la comida. Así que cuando el dueño de la mayor cadena de supermercados del país auguró un mundo en el que no vamos a tener que cocinar me emocioné. Inmediatamente mi imaginación me trasladó a un universo en el que droides encantadores te harían la comida, recogerían la cocina y se encargarían de la compra para que una solo tuviera que hacer lo que realmente le gusta: comer.
Sin embargo las predicciones del empresario no iban por el rollo utópico -no hay más que ver lo nervioso que se pone con la mera idea de que sus empleados trabajen una hora menos… o se sindiquen-, sino que más bien se deslizaban por la sinuosa pendiente del “estáis alimentándoos y viviendo felices por encima de vuestras posibilidades”. Y es que el tipo no nos estaba prometiendo un futuro en el que solo tuviéramos que cocinar por gusto, nos estaba amenazando con crear un mundo sin cocinas en las casas. Un mundo sin hogar.
Esta ofensiva contra las cocinas no es nueva, pues se ha ido fraguando al calor del boom inmobiliario, el desclasamiento de la población española y los programas de decoración que han ido fraguando los sueños aspiracionales de los quieroynopuedo patrios con sus ambientes abiertos en los que queda difuminada la separación entre el espacio dedicado a la cocina y el dedicado a la sala de estar, esto es: la parte más privada de una casa y la parte pública. Porque tradicionalmente la cocina ha sido el lugar donde relacionarse con la familia y las personas más cercanas de manera informal pero íntima, mientras que la sala de estar quedaba reservada para las reuniones más formales. Ir a pasar la tarde a casa de tu abuela significaba pasar las horas con ella en la cocina hablando de todo y de nada, de amores y desamores, de estudios y frustraciones, de sueños y decepciones delante de un café con pastas o una taza de chocolate humeante.
Pero nada de esto es posible para quienes viven en hogares construidos bajo las necesidades y los intereses de las constructoras que, al albur de las distintas burbujas inmobiliarias, llevamos padeciendo desde los años sesenta del siglo pasado, y que han ido reduciendo el tamaño de las cocinas hasta conventirlas en espacios cada vez mas estrechos e incómodos, sin que eso se haya traducido en más metros cuadrados regalados al resto de la casa. Década a década nuestros hogares han ido prescindiendo de estos metros cuadrados -y de otros espacios separados como los recibidores, los largos pasillos, los trasteros o las despensas- hasta arrinconarnos en salas de estar y dormitorios de armarios empotrados y baño en suite.
Porque lo importante aquí es poder rentabilizar cada metro cuadrado. Con la excusa de que era necesario deshacerse de espacios inútiles para convertir nuestras casas en lugares prácticos, nos han ido asardinando, enclausurando y aislando en esas latas de pladur y hormigón que llamamos pisos. Poco a poco, y de manera sutil pero imparable, se fueron colocando las piezas que han convertido nuestras casas ya no en bienes de mercado en su conjunto con los que especular, sino en bienes que podemos parcerlar en pequeños trozos para así sacarles el mayor rendimiento posible. Y una cocina bajo esta prespectiva es un estorbo, un espacio común que no se puede alquilar y al que es difícil sacarle un beneficio. Pero si desaparecen esos metros de más se pueden transformar en otro dormitorio en el que acumular nuevos inquilinos a los que que poder sacarles los euros cada mes. Dormitorios en los que nos encerraremos con nuestros platos precocinados comprados en el súper y que podremos calentar en un microondas colocado sobre el aparador para así cenar echados sobre la cama mientras vemos Netflix y soñamos con el Airbnb que vamos a alquilar este verano. O esperar a que se monte en nuestro barrio un Paseo Gastro donde poder degustar un pincho gentrificado a precio de menú del día.
Porque solemos olvidar que cocinar es también un acto revolucionario, que es una actividad que implica tiempo y paciencia, pues al cocinar estamos haciendo mucho más que poner alimentos encima de la mesa, con ello estamos regalando de forma altruista nuestro tiempo en una ceremonia de amor y cuidados. Cocinar y comer son ante todo actividades que proporcionan placer y felicidad y que además nos obligan a parar para poder disfrutarlas.
Es por eso que hay un truco infalible para saber si estas promesas de futuros simplificados en los que no vamos a tener que perder el tiempo cocinando son una trampa: solo hay que echar un vistazo a las casas en las que viven estos señores: si en ellas las cocinas son espacios amplios, luminosos, bonitos y con enormes neveras hasta arriba de productos frescos entonces es que nos quieren vender un cuento. Y en ese cuento nosotros seremos los droides que cocinaremos y trabajaremos para ellos. Una maldita pesadilla.