
Hay algo que no se hereda en papeles ni se aprende en libros. Es un pulso primitivo, un latido que se instala en el pecho de quienes nacemos o vivimos junto a una montaña, quizás también quienes sueñan con ellas

Escribo desde el campo base del pico Lenin, a 3600 metros de altitud. Estos primeros días han sido el momento de ir adaptándonos al lugar, al clima, de ascender pequeñas cumbres a más de 4000 metros para ir reconociéndose en el terreno que nos acoge. Y en estos días de calma y emoción he podido reflexionar sobre lo que significa vivir entre montañas.
Hay algo que no se hereda en papeles ni se aprende en libros. Es un pulso primitivo, un latido que se instala en el pecho de quienes nacemos o vivimos junto a una montaña, quizás también quienes sueñan con ellas. Un instinto que nos enseña a amar nuestros valles, las vistas privilegiadas desde lo alto, el color y el tacto de la roca, la belleza del silencio, los susurros del viento.
En Asturies lo conocemos bien. Forma parte de nuestro carácter tanto como el mar que nos abraza o el verde que pinta cada rincón. No hace falta subir montes para entenderlo: basta con caminar por los pueblos, detenerse a escuchar el lenguaje de los ríos, o perder la vista en el perfil de Picos o Ubiñas. Llevamos la montaña dentro aunque vivamos en la ciudad, aunque la rutina nos aleje de sus laderas.
Por eso, cuando mis pasos me traen a Kirguistán, a miles de kilómetros de casa, el paisaje me resulta extrañamente familiar. Aquí, igual que me pasó en otras partes del mundo, las montañas no son parte de un decorado: son la vida entera. Las praderas de altura, los glaciares, los pasos imposibles… todo respira esa verdad que también late en Asturies: quien nace cerca de un monte no puede vivir sin él.
Practicar montañismo desde este ADN astur es mucho más que entrenar, medir desniveles o alcanzar cumbres. Es un acto íntimo de reconocimiento, un diálogo con la tierra que nos ha hecho como somos. En cada cordada, en cada paso sobre la nieve, llevamos con nosotros el mapa invisible de nuestros valles, el olor de la hierba mojada , la textura de la caliza.
Kirguistán y Asturies son, en apariencia, mundos distintos. Pero comparten el mismo idioma: el de quienes aman y respetan la montaña. Ese hilo que nos conecta con las montañas del mundo y con ello con sus habitantes, ese lenguaje de roca, verde y nieve, que no entiende de fronteras ni de distancias.
Porque al final, somos lo que amamos. Y las asturianas, entre muchas otras cosas, somos montes.