
«El silencio y la paz no pueden ser lujos al alcance de unos pocos en sus barrios apartados y exclusivos, de la misma manera que nuestro derecho a disfrutar de las vacaciones y de la ciudad no se puede anteponer al derecho al descanso de quienes no pueden o no quieren unirse a la fiesta»

Hay algo intrínsecamente mágico en las noches de verano. Incluso los que somos team invierno acabamos sucumbiendo a ellas. Y es que resulta muy fácil romantizarlas. Bajar a la calle cuando cae la noche, disfrutar del alivio de la brisa, pasear al perro, la chaqueta cogida al azar y que coordina perfectamente con el vestido boho, el pelo suelto con los rizos marcados y ligeramente aclarado por la acción del sol, el paso moroso, el saludo alegre a los vecinos con los que te cruzas en busca del amparo del fresco de la noche, y quizás acabar la velada en alguna terraza del barrio donde disfrutar de la vida alargando la conversación sin prisas. El TikTok perfecto para subir a redes, con su música de peli francesa de los años sesenta y sus mil quinientos me gusta. En contraste, en invierno hacer algo tan rutinario como sacar al perro puede convertirse en una incómoda carrera de obstáculos: el frío, la lluvia, las prisas, el sueño atrasado, el cansancio, el estrés, todo ello envuelta en un abrigo pesado que se enreda con las botas de agua mientras miras impaciente como perro bonito no se decide a mear en el prao de siempre porque la lluvia ha borrado su olor, la nariz moqueante, las manos heladas.
Cierto es que no hay punto de comparación entre estos dos escenarios pero es que resulta que el verano no es sinónimo de esas vacaciones que ahora le parecen sobrevaloradas a un Feijóo que no es que sea precisamente un trabajador nato sino que más bien es poseedor de un espíritu de naturaleza borbónica. Y es que son muchas las personas que trabajan en verano y que no se libran de madrugar -incluso muchas de ellas trabajan atendiendo las terrazas que romantizamos y que abren hasta la madrugada- por lo que los paseos románticos cuando cae la noche son un lujo que no se pueden permitir. Y luego está el ruido, ese peaje obligatorio que Xixón nos hace pagar para que no olvidemos que estamos en verano, que estamos de vacaciones y que es nuestra obligación tener que pasarlo bien.
Y es que desde mediados de junio no ha habido ni un solo fin de semana en el que se haya podido dormir bien en mi barrio. Si no es jota es fandango, pero la cosa está en que de jueves a domingo, de viernes si tenemos suerte, todo tipo de festivales, conciertos, fiestas patronales y de los barrios cercanos, voladores, atracciones y pasacalles atruenan sin parar, mañana, tarde y noche hasta la madrugada. Cuando no es el concierto de despedida de antiguas glorias progresistas ahora arrojadas a los brazos de la ranciedad, es el Gusano Loco que no puede operar sin que suene al alto la lleva el último éxito del reguetón, o un grupo homenaje a Rage Against The Machine -aquella noche Zach de la Rocha tuvo que sentir una gran perturbación en la fuerza, como si millones de voces gritaran de terror- o la orquesta pachanguera de toda la vida. Y es entonces, cuando ya parece que la cosa comienza a amainar, cuando llega la catetada de la exhibición aérea, porque no nos vamos a conformar en esta villa con atronar la ciudad entera con un ruido que vuelve locos a bebés, personas enfermas, perros, gatos y todo tipo de pájaros, cuando también la podemos poner en peligro. Porque lo verdaderamente importante es poner Xixón en el mapa, signifique lo que signifique esto.
Y al ruido vespertino y nocturno se une a la mañana siguiente la suciedad, pues el barrio despierta resacoso, con ojeras y lleno de mierda: papeleras desbordadas, envoltorios que se los lleva el viento y encuentran acomodo en arbustos y plantas, envases, todo tipo de botellas, vasos de plástico, trozos de vidrio, restos de comida y orines y heces de procedencia no canina son algunas de las ofrendas que nos han dejado los que han venido a divertirse al barrio. Y es esta porquería material, que coordina a la perfección con la porquería acústica -como la chaqueta cogida al azar con el vestido boho- de la noche anterior, la que tienen que retirar a toda pastilla y con diligencia un servicio de limpieza municipal compuesto, muchas veces, por algunos de los vecinos que no pudieron pegar ojo.
Hay una extraña y extendida tendencia en todo el país a identificar ruido con fiesta y empeñarse en defender actitudes incívicas, como lanzar voladores y petardos o abusar del espacio y la paciencia de tus vecinos y conciudadanos, bajo la excusa de la diversión. Un rasgo de carácter nacido para contrarrestar el rigor católico de la Contrarreforma, que transformó la nación en un país de luto, silencio y miedo, y que se acentuó en los años de dictadura franquista, en los que una romería era un acto revolucionario. En la actualidad todo esto ha quedado desfasado pero seguimos aferrándonos a estas cosas con la desesperación con la que nos agarramos también a los mitos del siglo XX. El ruido, la música y la fiesta, atronar y anestesiar los sentidos se nos imponen como una obligación social sin atender a nuestros gustos, necesidades o realidades y sin entender que el silencio y el descanso son un derecho de la ciudadanía así como fuente de salud y felicidad.
Aprender a convivir e irse de fiesta también ha de ser aprender a respetar a quienes que no quieren divertirse de esa manera. Para disfrutar no es necesario molestar, porque al final siempre son los mismos los que acaban soportando los ruidos, la basura y las molestias.
El silencio y la paz no pueden ser lujos al alcance de unos pocos en sus barrios apartados y exclusivos, de la misma manera que nuestro derecho a disfrutar de las vacaciones y de la ciudad no se puede anteponer al derecho al descanso de quienes no pueden o no quieren unirse a la fiesta.
Al fin y al cabo pocas cosas hay más placenteras que un largo y reparador sueño en una pacífica y silenciosa noche de verano.
Que amargadina estás moza…..
A qué de la Semana Negra no dices nunca nada???
Por qué será???