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De Xixón a Kirguistán (parte final)

Firma invitada por Firma invitada
09/09/25
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Pienso en las compañeras soviéticas que estuvieron aquí antes que nosotras, en 1974. Pienso en ellas, y en las personas que quiero. Pienso en mí, en el viaje hasta aquí, en mi propio momento vital. Pienso en este encuentro entre lo más profundo de mí, lo primitivo, el dolor, el cansancio y la vida


La historia de una montaña ni empieza ni termina en la cumbre. Empieza mucho más abajo, en los lugares donde la vida y la naturaleza se cruzan y te obligan a mirar de otra manera. En el Lenin, quizás todo comience en la Pradera Edelweiss, a 3.600 metros, un prado inmenso y sorprendente, rodeado por dos ríos glaciares y custodiado por el pequeño lago Tupal, de aguas verdes que reflejan yurtas, vidas de otras latitudes y las nubes.

En esa pradera conviven, junto a cientos de montañeros y montañeras de decenas de nacionalidades, marmotas, comadrejas, águilas, yaks, vacas, ovejas y quebrantahuesos, todo ello bajo una alfombra de edelweiss. Allí pasamos días de aclimatación, de cultivar la paciencia para calmar las ansias de ese Lenin imponente que siempre está presente, porque mires donde mires, siempre está ahí.

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El valle de Alai, inmenso y solemne, se abre a nuestros pies y a nuestros ojos. Es una frontera viva entre cordilleras: al norte, la cordillera de Alai; al sur, el Trans-Alai, con el Lenin como rey indiscutible. En ese paisaje todo parece más grande de lo que es y, a la vez, más frágil. Todo lo que se aleja de esos parajes remotos queda muy atrás. Ahí empieza el camino hacia la cumbre.

Los días de altura

El camino hacia el Campo 1 comienza dejando atrás la pradera verde de Edelweiss y adentrándose poco a poco en un terreno más áspero, de colores ocres, rojizos y marrones. La hierba se convierte en pedreras y el sendero se retuerce entre lomas de morrena hasta alcanzar el Paso de los Viajeros (Puteshestvennikov Pass, 4.150–4.200 m). Es un collado amplio, sin dificultad técnica, pero cargado de simbolismo: todas las expediciones que parten hacia el Lenin desde el norte cruzan por aquí. Desde este punto se abre por primera vez la vista sobre el glaciar del Lenin, una lengua blanca con final gris que ocupa todo el horizonte y que marca el verdadero inicio de la montaña. El paso funciona como frontera natural: detrás queda el valle, el lago Tupal y los ríos que abrazan la pradera; delante, el hielo y el silencio de la alta montaña. Tras descender ligeramente desde el collado, la ruta se interna en el glaciar, donde alcanzamos el Campo 1 (≈4.400 m), instalado sobre una terraza de hielo y nieve.

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Del C1 al C2 (5.300 m) la montaña se vuelve más exigente. Cruzar el glaciar es una de las partes más duras de la expedición: un mar de grietas que cambia con el paso de los días, los rugidos del hielo, los metros de cuerdas fijas que separan un mundo de otro. El cuerpo empieza a pesar y la pendiente no da tregua. El Campo 2 se asienta en una terraza inclinada que nunca parece cómoda, con vistas al circo del glaciar en un escenario blanco que hipnotiza, justo bajo la cumbre del Lenin. Un escenario que sirve de refugio antes de lo que está por venir: la larga marcha al hombro del Razdelnaya y, con ello, al Campo 3.

El Campo 3 (6.100–6.200 m) es un lugar duro. Allí, el viento no da tregua y la noche se convierte en un ejercicio de paciencia, con ráfagas que superan los 100 km/h. Las tiendas se agarran como pueden a la nieve y dentro solo queda esperar que el amanecer llegue pronto. En esa noche de viento incesante llegan también las dudas.

La madrugada del 22

Suena el despertador a las dos de la mañana. Afuera, la noche marca temperaturas extremas. Salimos a las cuatro. Encendemos los frontales y empezamos a caminar sobre el hombro del Razdelnaya. El aire es delgado, cada respiración cuesta. La exigencia física es brutal: las primeras pendientes parecen interminables. La barrera psicológica la marcan las últimas cuerdas fijas. A partir de ahí, el horizonte se convierte en sendero y poco a poco se vislumbra la cumbre.

El silencio no pesa. Solo se escucha la respiración jadeante y el sonido metálico de los crampones mordiendo la nieve dura. Cada paso es un pulso contra la montaña y contra nosotras mismas. El esfuerzo no permite pensar en más.

Y entonces amanece. El Pamir se abre hacia el sur, el Tien Shan asoma al norte, y el Valle de Alai se despliega como una alfombra clara bajo nuestros pies. Por un instante, la fatiga se disuelve en esa inmensidad.

La antecima aparece y con ella una mezcla de alivio y cansancio. El último repecho se hace eterno, pero de pronto, allí está: el hito de los 7.134 metros, con el busto de Lenin esperando.

La cumbre

Hay lágrimas, muchas. Hay abrazos. Todo lo vivido en estas semanas, en estos años, se condensa en ese instante. Y en medio de todo, aparece la memoria.

Pienso en las compañeras soviéticas que estuvieron aquí antes que nosotras, en 1974. Pienso en ellas, y en las personas que quiero. Pienso en mí, en el viaje hasta aquí, en mi propio momento vital. Pienso en este encuentro entre lo más profundo de mí, lo primitivo, el dolor, el cansancio y la vida. Pienso en el gozo, en la satisfacción, en aquello que nos arrastra hacia lo salvaje, hacia la belleza más pura, hacia esas cumbres donde no se escuchan los ecos de ninguna guerra.

Habrá otras cumbres, cerca del cielo, en lo más profundo del valle. Habrá otras historias que contar, otros riesgos que correr y otras ilusiones que ya se perfilan en el horizonte.

Habrá siempre huellas que seguir.

Gracias por seguir esta aventura.

De Xixón a Kirguistán (parte III)

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