Cuentan que los gijoneses de los ochenta estaban provistos de una piel más gruesa cuando se trataba del debate público, tanto para dar como para recibir
Me preocupa el rechazo a las preguntas, a mostrar voces a contracorriente, el etiquetado sistemático sin pruebas y por paquetes ideológicos, la falta de diálogo con los gabinetes, la segregación mediática y un largo etcétera
Charlando con gente de mayor experiencia vital, personas que vivieron con mucha intensidad la década ochentera en nuestro Gijón, no es raro que la conversación derive en reflexiones del tipo «antes había más libertad» o «se podían decir más cosas». Este pensamiento, que cae a menudo en el Síndrome de la Edad de Oro, presenta varios puntos incontestables: la no existencia del Gran Hermano digital que hoy vivimos, el espacio que todavía daban unas estructuras burocráticas en construcción y el firme convencimiento social de que expresar una opinión, cualquiera, era tan sano y biológico como hacer de vientre.
Siempre se podrán hacer excepciones, algunas macabras (como la autocensura por miedo al totalitarismo etarra), pero los que vivieron aquellos tiempos tienden a afirmar que los gijonudos de entonces estaban provistos de una piel más gruesa cuando se trataba del debate público, tanto para dar como para recibir. Dicen, incluso, que los políticos no se la cogían con papel de fumar cuando en la prensa leían informaciones, análisis y columnas que criticaban su gestión al frente de organismos públicos. Había enfados, sí, y presiones, también, pero todo el mundo parecía tener más claro su papel en la función: el poder, mandar, y el periodismo, preguntar.
Un buen amigo, que llegó a ser asesor de comunicación de un cargo público muy importante en Asturias, me contaba que, muchos años atrás, cuando su jefe se enfurecía al leer artículos que destapaban fallas en la gestión, le bajaba la inflamación al más puro estilo memento mori: “¿Es mentira lo que dicen? Sabes que no. Seguiremos trabajando”. De un plumazo, le recordaba al poderoso personaje algunas realidades mundanas: siempre hubo, hay y habrá críticas porque el poder debe ser limitado en una democracia; un político no puede hacer todo bien, ni puede basar su comunicación en la pureza de espíritu; y finalmente, tratar con respeto a los medios es tratar con respeto a los ciudadanos.
Me presta escuchar estas batallas, ya antiguas, que hablan de un mundo político-periodístico diferente, basado en una mayor armonía de poderes. Me autoengaño pensando que fue mejor de lo que en realidad fue. No me cuesta admitir que mi búsqueda de Arcadia es una clara evasión personal de la situación que hoy vivimos. Este “o conmigo o contra mí”, que ha cuajado en todos los ámbitos de la vida, y que percibo como otro virus difícil de batir.
«¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre» (y no un dios)
Como comunicador, asumo gustoso los cuestionamientos constantes de la profesión, vivimos de los ciudadanos y a ellos nos debemos. Nuestros contenidos (bienintencionados) tienen el propósito de servir como material de reflexión, crítica o remover pensamientos y conciencias. Es lógico que generen reacciones distintas, porque no hay dos personas iguales.
Dicho esto, lo que sí que me preocupa es el rechazo al propio ejercicio periodístico que empieza a calar en la sociedad civil y en las instituciones: rechazo a las preguntas, a mostrar voces a contracorriente, etiquetado sistemático sin pruebas y por paquetes ideológicos, falta de diálogo con los gabinetes, segregación mediática y un largo etcétera. La irascibilidad, muy dopada hoy, hace que las relaciones sociales e institucionales siempre se encuentren en el filo de la navaja. Hoy estorba aquel siervo que en la Antigua Roma, durante los desfiles triunfales, recordaba, susurrando, la naturaleza humana al general victorioso: Respice post te! Hominem te esse memento! / ¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre» (y no un dios).