Se trataba de un bombardeo inútil desde una perspectiva estrictamente militar, como tantos otros se darían después sobre la Alemania vencida al término de la segunda Guerra Mundial, con el espantoso caso de la ciudad de Dresde y su gran patrimonio histórico-artístico. Los animales del zoo huían despavoridos por las calles, me contó un anciano amigo alemán que lo vio con sus ojos, cuando le visité en esa ciudad hace muchos años.
En esta ocasión, la guerra era la de España y el día, un 20 de octubre de 1937, víspera de la ocupación de Gijón por las tropas sublevadas y de la caída, por lo tanto, del frente norte. En esa fecha aún salieron del puerto de El Musel las últimas embarcaciones con centenares de combatientes, políticos y periodistas, entre los que estaba el director del diario socialista Avance, Javier Bueno (fusilado luego por la dictadura), y algunos de sus compañeros, comprometidos profesionalmente en su lucha contra los militares felones.
La pequeña ciudad asturiana no ofrecía ninguna resistencia, pero los aviones volvieron a bombardearla desde un cielo de otoño -tal como había ocurrido al principio de la guerra por mar y aire-, situando su objetivo en los depósitos de Campsa, muy cerca de la fábrica de acero de Moreda, en la que trabajaba mi abuelo, un militante anarcosindicalista que había destrozado su salud al pie de los hornos de fundición.
Ese mismo 20 de octubre, mi joven madre acompañaba a su padre enfermo en la angosta habitación que ocupaba en su pobre vivienda campesina, a poco más de un kilómetro de las explosiones. Los cristales y marcos de las ventanas de la casa sufrieron las consecuencias del retumbar de las explosiones. El abuelo no dejaba de quejarse de sus dolores de estómago mientras mi madre trataba de consolarlo y consolarse de su miedo, abrazada a su brazo.
Durante sus últimos veranos en Gijón, cuando ya la demencia senil hacía mella en su memoria, esa misma mujer sin desaliento en la lucha por la vida hubo de soportar también muy cerca de su casa las sucesivas ediciones de un festival aéreo, con aviones de guerra sobre la bahía de San Lorenzo atronando el cielo con mayor estruendo todavía que los viejos Heinkel 111 de la Alemania nazi. Al escucharlo, como posiblemente tantas ancianas de su edad en aquella villa cantábrica, puedo asegurar que el miedo aún vivía en el extravío de sus ojos.