Barbón, cada vez que intenta hacer política, nos da una novela histórica por entregas y, en el peor de los casos, un folletín sentimental. Tanta épica y tanto drama están matando la política
El presidente Barbón ha venido a instalarse en la rebelión, como la Junta Central, suprema, soberana y revolucionaria, frente al ejército invasor de Napoleón. No sabemos todavía qué rebelión es esa, pero ayer rescató a la soldadesca de antañazo, con toda la parafernalia, para el 25 de mayo, proclamado festivo y nacional, en Asturias, se entiende. Vivimos un 25 de mayo con la flor del manzano abierta y con sus pétalos manchados con la sangre de los caídos, en una primavera dudosa y feraz asomándose a los balcones galdosianos.
En la España pandémica y cantonal, el tiempo siempre se abre para dejarnos un hueco y proclamar nuestras pequeñas revoluciones, aunque la del 25 de mayo consista, mayormente, en declarar la soberanía de la nación y volver a matar a Napoleón Bonaparte. El mayor problema que le veo yo a toda este romance de lobos es que Asturias fue siempre afrancesada, primero, isabelina después, con Jovellanos, Caveda, Feijoo y todo ese rollamen, asimilando los códigos civiles y toda la literatura, bastante aburrida, por cierto, de la Ilustración, a excepción de Mirabau o el Marqués de Sade. 1808 fue el año en que pudimos ser franceses y terminanos bajo las suelas de Fernando VII. Ya saben, primero gritamos viva la Pepa y después vivan las cadenas.
Cuenta Barbón, solemne y un poco histrión, que el 25 de mayo es un acto que eleva nuestra autoestima, invocando, como se hace siempre en estas ocasiones tan artificiales y barrocas, toda la mitología de sangre y pueblo que nos caracteriza. Y digo barroca en el sentido de hueca, absurda, estupefaciente, impostada. Barbón, cada vez que intenta hacer política, nos da una novela histórica por entregas y, en el peor de los casos, un folletín sentimental. Tanta épica y tanto drama están matando la política.
No acabo yo de verle sentido a la celebración de una bandera, primero porque todos tenemos una, y casi todas manchadas de mierda o de sangre, o de las dos en el mismo paño. Escribo sobre el 25 de mayo, con un día de retraso, y caigo en la cuenta de que todos los días, en este país, desde entonces, son un 25 de mayo, en el que siempre hay un obrero que lamenta haber entregado su soberanía a un empresario o un fascista que reclama la suya frente a Pedro Sánchez, Marruecos, un catalán o un vasco. Un coñazo, vaya. Con la sombra de los bandoleros a nuestra espalda, Barbón celebra el día de la bandera, como los americanos festejan su 4 de julio, y brinda por la rebelión al Rey Sol, que era Borbón, aunque hay una pléyade de historiadores que han restaurado la figura de José Bonaparte quien, parece ser, intentó gobernar con el código civil en una mano y los principios de la Revolución Francesa en la otra. Aunque trató de destruir los cimientos del Antiguo Régimen, el pueblo, entonces, como ayer, siguió a lo suyo, resignado o indiferente. Ay.