
No es cierto que el profesor no evaluase a sus alumnos. A lo que se negaba era a aplicar un tipo de evaluación cuyo fin es clasificar, segregar y seleccionar gente para el sistema productivo. El maestro quería enseñar Francés a sus estudiantes y no ser un negrero al servicio de la economía.
La Consejería de educación ha expedientado a un profesor de Francés del IES Laboral de Gijón por calificar con un diez a todo su alumnado. Esto lo viene haciendo desde hace catorce años sin que, ni la Inspección Educativa ni la dirección del centro, pusieran el mayor reparo. Pero, casualmente, justo después de que el docente escribiese un libro cuestionando los principios de nuestro sistema educativo y su modelo de evaluación, los dieces de sus alumnos se transformaron en un cero para él.
Según la Inspección Educativa la falta es muy grave y, ciertamente, lo es, porque con su gesto, una inteligente performance, el docente a quien examina es al sistema educativo. No es cierto que el profesor no evaluase a sus alumnos. A lo que se negaba era a aplicar un tipo de evaluación cuyo fin es clasificar, segregar y seleccionar gente para el sistema productivo. El maestro quería enseñar Francés a sus estudiantes y no ser un negrero al servicio de la economía. Sus dieces nos preguntan: ¿Para qué y a quién sirven las personas que se dedican a la enseñanza?
Mucho tiempo atrás, a otro educador le dio por poner en tela de juicio la institución pedagógica de su ciudad y el asunto tampoco terminó nada bien. Los que controlaban la educación lo llevaron a juicio por corromperla con su disruptivas metodologías: llamaba a sus alumnos “amigos” o “compañeros” eliminando con ello toda forma de autoritarismo, los interrogaba pero no los calificaba, no cobraba por sus enseñanzas, hacía que se cuestionaran lo que hasta ahora habían aprendido, los incitaba a que no aceptasen más autoridad que la de su propia razón y no impartía lecciones en un aula apartada del mundo sino que paseaba, comía, bebía y reía con ellos en los lugares donde bullía la vida de la ciudad.

Pero lo que terminó causando su ruina fue decidirse a examinar a la autoridad educativa. Indagó el valor del modelo educativo y se preguntó si este hacía mejores a los hombres. Si se hubiese limitado a impartir cursos de biología, de matemática o de lengua nada malo le hubiera pasado. Hay pecados que todo docente tiene permitido: aburrir a los muertos, generar cuadros de ansiedad en los estudiantes obligándoles a estar continuamente compitiendo o hacerles creer que no valen para nada. Podría haber dedicado todo el curso a leer el libro de texto de cabo a rabo, mandar actividades y corregirlas con el solucionario sin preparar una clase que despierte el amor por el conocimiento.
Podría haberse dedicado a proyectar videos en el último modelo de pizarra interactiva mientras se acomodaba en su sillón. Podría escurrir el bulto ante las malas notas de sus alumnos afirmando en junta de evaluación que la culpa es de ellos porque no estudian. Esto último parece ser una prerrogativa de los docentes, ¿se imagina a un medico que, ante el deterioro de la salud de su paciente, se limitase a afirmar que la causa es que este no quiere curarse?. Él, en cambio, podría haber hecho esto y mucho más. Los inspectores bien saben mirar para otro lado. Todo hay que decirlo, él solito se lo buscó, nadie quería hacerle daño. Lo único que tenía que haber hecho era limitarse a evaluar a los alumnos, no al sistema.
Al igual que al profesor de la Laboral, a Sócrates también le propusieron que si retractaba de sus críticas y pedía perdón, otro gallo cantaría; y aquí paz y después gloria, que no es plato de gusto ir por ahí cortando cabezas de profesores. Con lo que los inspectores no contaban era con la dignidad del educador. La dignidad debe ser algo muy valioso ya que siempre ha habido gente dispuesta a perder la vida antes que su integridad. Sócrates lo dejó bien claro y por eso respondió a sus jueces que, aunque los apreciaba y los quería, obedecería a su conciencia antes que a ellos; que, mientras le quedase aliento, jamás dejaría de filosofar; que cada vez que se encontrase con alguien, fuese joven o viejo, ciudadano o forastero, lo examinaría, discutiría con él y lo refutaría si fuera necesario, y lo persuadiría de no ocuparse de los bienes exteriores o del cuerpo antes que del alma. Que no haría otra cosa aunque hubiera de morir mil veces. El final de la historia ya lo conocemos: la ciudad ejecutó a un pobre viejo que iba por ahí haciendo preguntas y examinando a los examinadores.
Tiempo después, los atenienses conscientes de su error, y de su crimen, erigieron una escultura de Sócrates en plena acrópolis, junto a los héroes que servían como modelo de conducta a los ciudadanos libres. Espero no toparme con una estatua del profesor de Francés a la entrada de La Laboral y que, como ciudadanos libres tengamos el coraje de preguntarnos: ¿Para qué y a quién sirven las personas que se dedican a la enseñanza?
