Desde la levedad, tan francesa, tan hedonista, tan flâneur, confirman una iconografía musical asturiana, un sello propio, personal, que transita por la intimidad de un vestidor y desemboca con la exhibición en un escenario, sin transiciones, con una coherencia radical, absoluta, definitiva
Tiene la mirada de un ángel caido que ha pasado una temporada en el infierno. Se diría que todas las noches sus pies bailan sobre el precipicio del barranco del diablo. Sus brazos sembrados de tatuajes son la expresión de diferentes momentos vitales, a veces divertidos, otras absurdos, algunos lisérgicos, otros oscuros y psicodélicos, como las viñetas desordenadas de un fancine punk esparcidos por su piel. Estas semanas viene lanzando sencillos de su último trabajo. Como algunos ya saben, llega junto a sus compadres, Tigre y Diamante, agarrado a una gavilla de canciones que devuelven a Gijón todo el ritmo garajero, que viene siendo ya tradición y historia de la música en la ciudad.
Hay músicos que van vestidos de cualquier forma. No significa esto que vayan mal vestidos, que también, sino que van dispuestos a escribir, tocar o subirse a un escenario sin prestar atención a su ropa. El rock, como la literatura, es también un estilo, una poética que va del cuero negro a las camisas sueltas, del tatuaje escondido al sentido del flequillo. La ropa, todas las ropas, como diría Vicente Verdú, son secreciones textuales, párrafos táctiles. Los músicos, al igual que los pintores o los escritores, se palpan y miran a la vez que se abalanzan sobre la guitarra, la pantalla o el papel para ponerse a pintar, escribir o componer.
La belleza es vulnerable a la moda. El atuendo nos habla de nuestro último estado general, son las pistas de nuestra desesperación y nuestra templanza. Jon ha sido y es el Antoine Donell de nuestra época. «No puedo creer que me tengas miedo, aunque quizás es normal tenerlo» canta en Terrorismo Tinder. Armado de una voz frágil y suicida con la suficiente ambición e intuición para demoler los muros de nuestra conciencia, logra que el error, lo decididamente errático, sea también una forma de ver el mundo y de cantarlo. Y me fijo en el estilo de Jon, en su atuendo y la música que hace, por la enorme coherencia que hay entre sus pantalones y sus canciones, entre sus camisas de colores suaves y los acordes de su guitarra, entre sus mocasines eléctricos y sus palabras incendiarias. La levedad de su ropa se acerca al dominio de la muerte, como un niño pintado por Caravaggio, inocente y a la vez perverso, cuyos ojos se iluminan en la oscuridad de la noche. No sabemos por qué, con tanta frecuencia, el placer se articula con imágenes que reclaman la dulzura y la destrucción.
La forma es la esencia de su vocación maldita y diletante, siempre en constante contradicción con el espejo de los que juzgan y de los que adulan. Toda esta mirada orgánica de la música nos ofrece una figura que atrae necesariamente la atención del público pero también de cualquiera que se lo encuentre con la calle. Su vida es el ejercicio constante de un autorretrato de artista. Igor Paskual, desde el glam primero y el rock después, Jorge Explosión desde el power pop primero y el garaje también o Jon ahora, desde su decadencia, desde la levedad, tan francesa, tan hedonista, tan flâneur, confirman una iconografía musical asturiana, un sello propio, personal, que transita por la intimidad de un vestidor y desemboca con su exhibición en un escenario, sin transiciones, con una coherencia radical, absoluta, definitiva. Porque la música se ve, se mira, se toca, como se mira un cuadro. Quien no pone todos los sentidos, todo su estilo en lo que hace, entonces es que no pone nada.