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La voz del cruce

Agustín Palacio por Agustín Palacio
09/07/21
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A veces tengo la impresión de que aquellos que defendieron al movimiento LGTBI desde el feminismo, hace décadas, sólo lo hicieron desde la condescendencia, como quien recluta poetas malditos para una antología

Paul B. Preciado, el gran filósofo de Burgos, hoy reconocida referencia intelectual internacional, logró expresarlo con toda la visceralidad y racionalidad que admite «el concepto» en ‘Un apartamento en Urano’: «La transexualidad es un francotirador ciego como la risa, generoso como el amor, cariñoso y tolerante como una perra. De cuando en cuando, dispara sobre un profesor de provincias o sobre una madre de familia, et boom». Ya contamos aquí el otro día que el feminismo y, mayormente, la Escuela Rosario de Acuña, ha alimentado desde que se conoció la redacción de la Ley Trans el fundamentalismo científico negando las múltiples soberanías del género. La gran contradicción del feminismo es haberse aferrado al modelo binario heteropatriarcal para negar los géneros, «ese concepto» según Amelia Valcárcel. Cambiar de sexo se ha convertido, poco menos que en una herejía. Ciertamente, defender los procesos de reasignación de género en una sociedad aferrada al modelo binario hombre-mujer, homesexual/heterosexual, es cruzar una de las fronteras que la filosofía feminista de viejo cuño no ha conseguido superar.

Pero, precisamente, querido y desocupado lector, en ese cruce donde se funden sexo y género está la modernidad. Entendemos mejor el mundo cuando temblamos con él, porque el mundo está temblando en todas direcciones. Tiembla sexo, tiembla la razón y el Estado. Poder llegar a ser aquello que queremos ser. El lema ha inspirado la racionalidad a la que las feministas se aferran exhalando tradicionalismo bajo los sobacos. O sea, un contradiós. Y no es que haga calor, es que no están dispuestas a reconsiderar todo su acervo político y sentimental.

Mientras tanto, algunas mujeres y algunos hombres viven su identidad oculta bajo la piel convertida en un pasamontañas. La transexualidad es un francotirador silencioso que dispara directo al pecho de los niños que se miran al espejo, o de aquellos qu cuentan los pasos mientras caminan. Paul B. Preciado hace una filosofía lírica, un ensayismo pop, transexual en las formas y en los contenidos, como si Lorca hubiera resucitado, como su Foucault hubiera renacido, reconvertidos, transexualizados, entre el punk y la french theory, el materialismo de los cuerpos sagrados cuando han mutado en aquello que necesitan ser.

Amelia Valcárcel pasó el miércoles del drama a la ironía. Cuando le preguntaron por los géneros, afirmó que sólo comprendía de sexos. De lo otro no sabe. Quiere decirse que ha pasado de la exclamación a la negación. No tardará en llegar a la aceptación y por ahí todo seguido, tras los pasos de Freud. Qué necesidad hay de vivir en los subsuelos de la vida y el ser. Reivindicamos siempre una novela machihembrada, transgresora, pèrversa, pero algunos son incapaces de devolver ese mental último de nuestra vida y de nuestra biografía a las leyes y el código civil. A veces tengo la impresión de que aquellos que defendieron al movimiento LGTBI desde el feminismo, hace décadas, sólo lo hicieron desde la condescendencia, como quien recluta poetas malditos para una antología, cuando la libertad sexual, este pansexualismo literario y político, era muy real. Todo hombre lleva en la sangre el espectro de una mujer, y viceversa. Algunos se empeñan en tapar el desgarrón. No es que les reviente su sexo, al que se aferran con contumacia, es que les revienta las ideas.

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