«No me verán en un concierto de rock sentado, ni sobrio, ni vigilado. Lo que hay no me interesa. Hay funerales más movidos»
Se lo digo a Jorge Ilegal, siempre generoso, alucinado, estupendo: en Gijón están matando al rock. En el teatro Jovellanos solo se programa para 34 espectadores. Han convertido la música popular en un concierto de cámara para melómanos vestidos con guantes de astracán. No sé que sentido tiene Encajados. Supongo que sirve para pagar a algunos músicos y cumplir con la cuota de la pandemia, también imagino que es un guiño a los viejos amigos e intento presuponer que es un intento de canalizarlo todo a través de las redes, fabricar un producto moderno y tratar de preservar como buenamente se pueda todo el invento. Pero me desespera que el teatro llene los aforos permitidos, bien por Criado, o que la música clásica admita públicos que llegan sobradamente a los tres dígitos mientras el rock, el folk o cualquier otro género popular sufre obscenamente un apartheid absurdo que sólo se justifica desde un clasismo cultural o el negocio de las promotoras.
Entre todo este ruido, regresa el EuroYeyé a Gijón. Lo hace de la mano de Félix Explosión, un tipo noble, currante y febril que vive para la música, su novia y su lambretta con intensidad mod. Entre el soul británico y el power-pop ha visto pasar por el teatro Jovellanos o los escenarios del festival a los pioneros y los revival del rock. Gracias a tipos como Félix se salva la música popular, la música de género y Gijón puede tener una oportunidad para no perder definitivamente el rumbo del rock.
El rock deriva hacia las empresas dedicadas a los festivales. Ha habido promotores como Marino y Suca que han aguantado bien el envite. Sus movidas de este año me interesan muy poco o no me interesan nada, salvo Hombres G, que son un fenómeno social, pero les reconozco la valentía y el esfuerzo de haber estado ahí, dando el callo. Otros han caminado por la cuerda floja y a lo largo de estos últimos doce meses les hemos oído llorar, pedir, rogar, suspender y cuando han vuelto lo han hecho con la misma soberbia de quien parece haber resucitado de entre los muertos y haberse olvidado de todo. Ni tan claro ni tan calvo.
La industria musical es hoy un mercado de la bolsa, una moneda donde se especula con el tiempo, el sonido, el dinero e incluso el material con el que se envuelven los vinilos y en donde uno debe de tener en cuenta, incluso, hasta los baipases que le han colocado al productor de turno en su corazón. Las cuarentenas, los cierres, las restricciones han provocado que las discográficas sean incapaces de manejar con fluidez el trafico de sus lanzamientos. Las fábricas de vinilos no dan a basto. Están saturadas por la oferta. El viejo Marx no falla. Tampoco Smith. No hay plástico ni máquinas suficientes. Hay overbooking y todo se traduce en retrasos y unos precios inasequibles. Mientras tanto, los músicos se buscan la vida de camaretas o se encierran para componer más y más. Morirán enterrados en sus propias canciones si la historia no mejora. Hay quien aprovechará este segundo verano para volver a vender refrescos y cervezas en una playa de Levante. Conozco a otros que no lanzarán disco hasta dentro de un año y no ven del todo claro que merezca la pena iniciar una gira hasta el próximo verano.
Reconozco que mi vida se programa cada hora, así que me resulta imposible saber qué pasará mañana. En ocasiones, el calendario se traduce en el número de veces que voy al cajero o paso la tarjeta por el datáfono del estanco. El resto del tiempo pasa de una manera pendular, observando y relatando los estados de ira o los estados de euforia del personal. Solo encuentro refugio en los libros y la música. Es imposible afirmar que el año que viene estaré en el Mad Cool o en el Sonorama o en una consola convertido en ceniza. Como afirma el periodista Bruno Galindo, pillarse unas entradas para un concierto en el verano de 2022 no es sólo un gesto de amor por tu banda, es un admirable acto de fe. En cualquier caso, no me verán en un concierto de rock sentado, ni sobrio, ni vigilado. Lo que hay no me interesa. Hay funerales más movidos.
La duración de la COVID-19 se va pareciendo cada día más a la gripe española, sólo que el miedo es mayor y eso que llaman la polaridad nos ha hecho sentir al diablo galopando por nuestras venas. El mundo parece dividido entre los indolentes y los meapilas de la moral que no se quitan la sotana del buen ciudadano ni para ir al baño a cagar. Es desconsolador saber que no hay manera de encontrar un término medio que permita atisbar una vida social sin que el pavor al contagio o el hedonismo deslizándose por el acantilado presidan nuestras emociones, teledirigidas desde un Ayuntamiento.
Jorge Ilegal es el mismo niño que coleccionaba soldados de plomo y cazaba ranas y sapos, agarrado a esa verdad última que es la vida, el juego. Es reconfortante regresar a casa sabiendo que con él nadie podrá matar el rock and roll. Mientras tanto, veo que sigue al servicio de sus canciones. Es el único terreno seguro en el que un músico puede moverse. La certeza de su guitarra, la seguridad confortable de unas notas acompañando a un verso, la medida exacta del tiempo a través del ritmo. Desde un chigre de Las Regueras o en el palacio de Bolgues, Jorge me cuenta cómo improvisa una canción con el demonio ocupando su cabeza. Después se mira la mano, la que tantas veces agarró el mástil de su guitarra que es la misma con la que desgarra unas cuerdas o dirige una mano de hostias. Me enseña técnicas para evitar estiletes, placajes, puñetazos. Se mueve con la agilidad de un jaguar bajo las ramas de un árbol. Su vida solo tiene sentido caminando sobre el filo de la navaja a los 66 años y aún conserva el aura explosiva, tierna y maniaca de un diablo acelerado. Jacobino, explosivo, ilegal, cuando habla, uno descubre que un tigre cruza su mirada. Así es imposible matar el rock.