
Contra la soledad de asfalto, nada mejor que el Jardín Botánico que ha vuelto a ser un centro de investigación con las nuevas incorporaciones y a recuperar la afluencia previa a la pandemia
Una asociación de aficionados a la poesía ha logrado que el Jardín Botánico tenga su rincón de la poesía. Esta cosa romántica y cursi del jardín de la poesía ha sido todo un acierto. Porque la poesía no se escapa de lo cursi. Cuando todo el mundo lee ripios en Instagram, hay alguien que todavía cree en la poesía pura bajo el cerezo en flor. Creo que me voy a pasar todo el verano allí, leyendo a Francisco Brines, para calmar el calor y el bochorno.
Contra la soledad de asfalto, nada mejor que el Jardín Botánico que ha vuelto a ser un centro de investigación con las nuevas incorporaciones y a recuperar la afluencia previa a la pandemia. Si me hubieran dejado, habría pasado la cuarentena como un sátiro perdido entre helechos arborescentes, robles y álamos. Este caos de vida es similar al caos de los bosques, que lejos de ser un caos, en realidad, principia siempre con leyes naturales que establecen un orden sobre lo desconocido.
La poesía de Paco Brines también simula un caos, pero en realidad, Brines siempre trató de poner orden a las pasiones, en forma de versos. Toda máscara contempla una cosmética y en la cosmética hay encerrado un orden de las cosas. Está el orden de los hombros, la geometría de la nariz, la simetría de los labios y así podíamos estar toda la columna vislumbrando la matemática última de la que estamos ordenados. Brines tejía versos que iban del deseo a la homosexualidad. De la homosexualidad al amor y del amor al sexo, entre la poesía pura y el desencanto de los años. Buscaba alumbramientos entre rosas amarillas de las que sólo quedaba el nombre, siguiendo la estirpe de Juan Ramón Jiménez y Cernuda.
Entre estos nubarrones que están asolando el verano, el refugio a este tiempo desquiciado es un bosque emborronado de verdes, entre mitologías y poesías. Ahora me doy cuenta de que nunca me había detenido a hacer una columna bucólica, virgiliana, del Jardín Botánico, que parece dormido, sereno, mientras se extiende el ácido deseo de la carne, bajo los tapiados minutos de la noche sin sentido.