«En esta sociedad infantilizada, que confunde el deseo con la realidad, hemos creído que la enfermedad y la muerte era algo que les ocurre a otros»
No solo se puede pensar durante la guerra. También se puede pensar sobre la guerra. Wittgenstein así lo demostró cuando escribió el Tractatus Logico-Philosophicus mientras servía como teniente del ejército austro-húngaro en la primera guerra mundial, o Marco Aurelio al escribir sus Meditaciones en mitad de las brutales campañas contra los pueblos bárbaros del Danubio. Y, si la filosofía es un pensar la vida, hoy, cuando el sonido de los kalashnikovs y las imágenes de los carros de combaten ocupan el centro de nuestras pantallas, nuestras conversaciones, nuestros miedos y nuestras pesadillas, pensar la guerra es una necesidad.
Quizás, lo primero que debemos tener en cuenta es que no es cierto aquel tópico, que vuelve a escucharse con insistencia estos días, de que la guerra nos devuelve a un estado de animalidad y salvajismo. En la naturaleza no hay eso que llamamos guerra, esta es una construcción cultural del ser humano. Decía Dilthey que “a la naturaleza se la explica, al hombre se le comprende.” Así pues, intentemos comprender la guerra como una hecho inherente al ser humano. La primera palabra de la Ilíada es μῆνιρ, menis, “cólera”, un sentimiento genuinamente humano provocado por la percepción de estar recibiendo un ultraje o injusticia. Los antiguos griegos creían que el cuerpo humano se componía de cuatro líquidos o humores que debían estar equilibrados para conservar la salud o e “buen humor”. La ofensa causaba en el hígado un exceso y un calentamiento de la bilis que provocaba, a su vez, en el sujeto, un estado de agresividad y violencia. No puede encolerizarse quien no es capaz de tener conciencia de algo tan humano como la justicia.
La guerra es brutal y temible, de consecuencias siempre impredecibles, pero no debemos olvidar, si lo que queremos es poder manejarla, o manejarnos en ella, que también es un fenómeno que forma parte de nuestra especie, tanto o más que la religión. Que sepamos, solo el homo sapiens reza y guerrea; precisamente por eso, todas las guerras son santas y todos los beligerante creen tener al cielo de su parte. La gran obra de referencia filosófica sobre el tema es ‘De la guerra’, del militar alemán Karl von Clausewitz, que identifica la misma como una continuación de la política, sin olvidar que el instinto de poder es el motor de esta última. Geoffrey Blainey dejó bien claro que las causas de la guerra son simples variantes del poder: La vanidad del nacionalismo, la voluntad de extender una ideología, la protección de familiares en un país contiguo, el deseo de ensanchar el territorio propio… todo ello representa poder bajo distintos ropajes. Los fines encontrados entre naciones rivales para acudir a la guerra son siempre conflictos de poder.
Ergo, la guerra siempre estará acompañándonos como una negra sombra y por ello, el sabio Vegencio nos advertía «Igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum». Pero En esta sociedad infantilizada, que confunde el deseo con la realidad, hemos creído que la enfermedad y la muerte era algo que les ocurre a otros. Nosotros, seres vulnerables e interdependientes, nos creímos invulnerables y autónomos. La covid nos hizo despertar del error. También descubrimos que los aplausos y los carteles con arcoíris no curaban, solo cura el presupuesto destinado a sanidad e investigación. Esperemos que esta vez entendamos a la primera que parar una guerra también es cuestión de presupuesto y no de quitar el polvo a aquellos carteles de “no a la guerra”.