«Qué será de mi vida», se preguntaba. «Qué será de Cimavilla en trescientos o cuatrocientos o quinientos años y entonces volaba a su cabeza una noticia leída dos días atrás: «Aparecen cientos de crustáceos prehistóricos después de una tormenta en el desierto de Arizona»
La casa llevaba cerrada demasiados años y cuando Isabel abrió puertas, armarios y ventanas se encontró con la luz invadiendo mesas y sillas. Despertando humedades, se pegaba el salitre a los goznes. El gris, el negro y un verde insolente tiznaban paredes sin compasión. En los años de huida, intentando olvidar el barrio, buscando amor y sustento en otro lugar su casa de Cimavilla aparecía por sorpresa en el sueño profundo.
El piso de Batería vivió largos periodos de alquiler hasta que la parca y la pena lo cerró. Harta de sus años en París Maite decidió regresar a la casa de su madre viuda. Así la recordaba desde chiquitina; de negro, viuda. Tere, su madre se llamaba Tere y Tere le contaba por las noches historias bravas de la mar y de un padre ausente nacido en Bermeo. Una madrugada desapareció para siempre en un feroz cantábrico.
Edorta era alto y delgado, de nariz afilada y Tere añadía en su relato que tenía la sonrisa más guapa del norte. Para los vecinos Edorta pasó a llamarse Edu y a Maite le dolía no haber conocido más que dos o tres fotografias de su padre y las mejores historias en noches de tormenta. Tere acercaba la mecedora a su cama, contando y cosiendo, inventando y cosiendo, cosiendo y durmiendo. Dormida se quedó para la eternidad en la última de sus tormentas.
El día que Maite cumplía seis meses de noviazgo con Pierre. Francés, pintor con estudio en Vicaría y que al final resultó ser un gilipollas más…En la casa de Batería, en su casa, Maite se reía y lloraba a la vez porque se acordaba de las carretadoras con «la foca» para arriba y para abajo, cantando: «Ojos verdes, verdes como la albahaca, verdes como el trigo verde y el verde, verde limón». Se acordaba de las amigas de su madre: «La Tarabica» y «La Mulata», con los paxios en la cabeza, esperando la entrada de los barcos, tomando café caliente con achicoria bien temprano.
En el fondo sabía que estos eran los recuerdos de su madre pero de escucharlos tantas veces se mezclaban en su memoria de infancia, apropiándose de ellos. Le gustaba pasear por el cerro al atardecer pensando en ese regreso al pasado en un presente con niebla. Sentándose en la hierba mojada, mirando los últimos edificios engullidos por la oscuridad. «Qué será de mi vida», se preguntaba. «Qué será de Cimavilla en trescientos o cuatrocientos o quinientos años y entonces volaba a su cabeza una noticia leída dos días atrás: «Aparecen cientos de crustáceos prehistóricos después de una tormenta en el desierto de Arizona».