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La mano que mata

Eduardo Infante por Eduardo Infante
04/07/22
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«Tras el cuchillo que asestó más de cien puñaladas a Nieves, hay una multitud de individuos cuya única aspiración vital es formar parte de un masa, de una tribu, de una manada«

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Escena de Zorba, el griego

Una de las escenas más terribles de la película Zorba, el griego (Mihalis Kakogiannis, 1965) muestra la inmoralidad en la que podemos caer si nos abandonamos a la conducta gregaria. Irene Papas interpreta a una joven viuda que rehace su vida como puede y quiere. Las viejas costumbres sustentan un patriarcado que no acepta el empoderamiento de una mujer. Los hombres del pueblo pretenden doblegarla y la acosan como hienas salvajes. En cierta ocasión, le roban una cabra para obligarla a entrar en el bar del pueblo, en el que los machos la rodean, se ríen de ella y la amenazan. Cuando la viuda emprende una relación con un extranjero en lugar de con un lugareño, los pueblerinos la tratarán de puta; y cuando el hijo del cacique decide quitarse la vida al sentirse rechazado, la culparán de asesina.  

El pueblo actúa como una masa informe en la que la racionalidad de cada individuo se diluye. Por la mañana, frente a la Iglesia, la viuda paga el pecado nocturno de ser dueña de su propio cuerpo. Los pueblerinos, guiados no por su razón sino por la antigua costumbre de lapidar viudas pecadoras, creen estar haciendo la justicia de Dios dándole muerte. Pocas escenas me han provocado tanto miedo, rabia y asco, por partes iguales. Irene Papas, encarnación de todas las mujeres mediterráneas, termina degollada en las manos del cacique, no por haber sido una pecadora sino por no haber pecado con ellos. 

La violencia machista solo puede desarrollarse en el contexto de una cultura patriarcal, como por ejemplo la violencia contra los negros solo pudo ejercerse en el contexto de una cultura racista. Estas violencias no se ejercieron por causa de que negros y mujeres fueran un grupo débil, sino porque eran toleradas y legitimadas por una tradición cultural. Por eso, a pesar de las reformas legales, la violencia contra las mujeres, seguirá aflorando si como individuos no somos capaces de cuestionar la cultura que la sustenta. 

Ya nos lo advirtió la filósofa Hannah Arendt: la raíz del mal está en una sociedad que invita a no pensar sobre las consecuencias de nuestros actos. La filósofa creó la expresión «la banalidad del mal» para referirse a este fenómeno. Arendt no quería decir que el daño causado por el mal carezca de importancia, el banal es el sujeto que lo lleva a cabo. Para ejecutar una buena acción debemos reflexionar individualmente sobre lo que es justo; en cambio, para realizar un mal sólo hay que renunciar a pensar y obedecer ciegamente. 

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Dejar de pensar por uno mismo, ser incapaz de ponerse en el lugar del otro, ha sido la causa de  de las mayores atrocidades que ha cometido el ser humano. Después de asistir a la celebración del juicio contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y uno de los encargados de ejecutar «la Solución Final» que llevó a millones de hombres a las cámaras de gas, la filósofa sentenció: «Lo más grave en el caso de Eichmann era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que éstos no eran pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales». Eichmann pudo colaborar en la masacre porque le respaldaba una sociedad que le permitió eludir la responsabilidad sobre las consecuencias de su actos. 

Tras la mano que abre la válvula del gas de la muerte, había un gran grupo humano que decidió no pensar, no hablar, no cuestionar; tras el cuchillo que asestó más de cien puñaladas a Nieves, último caso de violencia de genero desde que escribo estas líneas, hay una multitud de individuos cuya única aspiración vital es formar parte de un masa, de una tribu, de una manada.

Comentarios 1

  1. Carlos Gonzalez B. says:
    3 años ago

    Excelente artículo. Directo al meollo del asunto, sin rodeos! Salud, Longevidad y Prosperidad !

    Responder

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