«Jovellanos proyectó la construcción de un muro sobre la playa principal para proteger los edificios y huertos de la arena (…) aunque su casa no lo necesitaba, supo entender la superioridad del bien común sobre el particular»
Don Gaspar Melchor de Jovellanos proyectó la construcción de un muro de contención sobre la playa principal de Gijón para proteger los edificios y huertos de la arena que traían los fuertes vientos y las aguas de las mareas vivas que inundaban la ciudad. Aunque la casa de Jovellanos no necesitaba de tal muro, afortunadamente para los que hoy habitamos la ciudad, el ilustrado supo entender la superioridad del bien común sobre el particular.
La visión de Jovellanos no solo se opone al individualismo sino también al cortoplacismo. Su manera de visualizar la política fue un ejemplo de lo que el filósofo el filósofo australiano Roman Krznaric llamó pensamiento catedral: la capacidad de concebir y planificar proyectos con un horizonte muy amplio, tal vez décadas o siglos por delante. En nuestra Europa, la gente comenzaba a construir catedrales sabiendo que no las verían terminadas en el transcurso de sus vidas. Este es el tipo de mirada que conduce a plantar un árbol para que de sombra a otras generaciones.
Pero, desgraciadamente en nuestra sociedad infantilizada, cortoplacista e individualista, no es fácil encontrar la mirada de Jovellanos. Hoy, cuando discutimos de política, casi nadie busca realmente el bien común. Defendemos como «justo» lo que en el fondo son nuestros intereses personales, de clase o posición. Si, por ejemplo, yo provengo de una familia rica, lo normal es que considere que es injusto pagar más impuestos que los demás; pero si mis orígenes son humildes, defenderé que lo justo es que paguen más quienes más tienen. No puede ser que mi idea de justicia cambie en función del barrio en el que he nacido.
En Gijón, últimamente se discute mucho sobre el muro de Jovellanos. Unos quieren peatonalizarlo, otros quieren usarlo como vía para circular con su coche, otros quieren un carril bici, otros quieren terrazas para la hostelería, otros espacio para los runners y así se ha ido generando un puzle de intereses particulares que parece imposible de encajar; a no ser que todos seamos capaces de recuperar la mirada de Jovellanos.
Llegados a este punto, es de suma importancia que aclaremos, cuanto antes, a qué nos estamos refiriendo con el término bien común. No vaya a ser que la señora Ayuso lea estas líneas y le dé un soponcio, cosa que en absouto es lo que pretendemos, o que nos nazca un tirano con pretensiones de persuadir u obligar al individuo a inmolarse en beneficio de un interés común que, casualmente, coincida con el suyo propio.
El bien común no es ni el interés de la mayoría, ni la suma de los bienes particulares de los miembros de una sociedad. Por bien común debemos entender el conjunto de condiciones que permiten a cada uno de los individuos de una comunidad alcanzar su más alto grado de desarrollo. Todo aquello que potencia a cada miembro de una sociedad hacia su forma más elevada de vida. O dicho de otra manera, las condiciones necesarias para una vida humana digna.
En ningún caso el individuo puede ser usado como un medio para alcanzar este bien, es más, si así fuese, el bien común se desvirtuaría para convertirse en una terrible forma de alienación. El único fin del bien común y, por consiguiente, de la política, es la persona. Lo bueno para la comunidad solo puede ser aquello que es, a su vez, bueno para las personas que viven en ella. Del mismo modo, los individuos no han olvidar que no pueden alcanzar su bien a expensas o fuera de su comunidad.
El bien común debe ser a la vez el bien de la sociedad y el de sus miembros y por ello, la comunidad es el medio que los individuos creamos para alcanzar una vida humana digna. La comunidad no existe a priori, es un ente que surge cada vez que un grupo de personas se reúnen para identificar y construir el bien común. Formamos parte de una comunidad en tanto que compartimos una misma idea de bien. Por tanto, el bien común es algo que ha de estar continuamente siendo buscado, dialogado y producido por todos, con lo que la comunidad está siempre siendo construida y renovada por sus socios.
El bien común es un bien abstracto que necesita ser constante y colaborativamente precisado, y por ello la política no solo es inevitable sino que es nuestra única vía para alcanzar la plenitud. Aunque no debemos entender la política en el sentido restrictivo que el termino tiene en nuestros días que la reduce al combate dialéctico y a las luchas de poder, sino en el sentido más profundo y amplio que tuvo en el mundo griego: la dignidad y la responsabilidad de todo ciudadano de participar en el gobierno de su comunidad. Pericles es, probablemente, quién mejor lo expresa cuando, con orgullo, afirma de sus conciudanos:
«Todos cuidan de igual modo de las cosas de la república que tocan al bien común, como de las suyas propias; y ocupados en sus negocios particulares, procuran estar enterados de los del común».
La política no debiera ser entendida como la lucha de unos pocos por acceder al poder para beneficio particular sino como la vinculación del individuo con su comunidad, como el lugar público en el que el hombre libre se encuentra con sus iguales para decir lo que piensa y para exponerse a lo que los demás opinen. La política es el gimnasio en el que los ciudadanos ejercitan la razón pública con la que vigilar, cuestionar y criticar a sus gobernantes cuando estos no se someten a la idea de bien que la comunidad de hombres libres ha definido.
El bien común no es una responsabilidad exclusiva de los políticos profesionales sino de todos los ciudadanos; delegar esta tarea es renunciar a nuestra dignidad. El bien común es algo que, como afirma Michael Sandel, a lo que solo podemos llegar deliberando con nuestros conciudadanos sobre cuáles son los propósitos y los fines de la comunidad política. Y por todo ello, como los antiguos griegos, necesitamos de lugares públicos donde escucharnos, en lugar de gritar, y razonar juntos, en lugar de ofendernos, sobre cuál es nuestro bien. Necesitamos dotarnos de espacios comunes donde resolver colaborativamente problemas como estos: ¿Por qué vivimos juntos?, ¿cuál es el sentido de nuestra comunidad política? o ¿cuáles son nuestras obligaciones en el proyecto democrático compartido? Pero, igualmente, necesitamos educar a una juventud para la vida pública, que no solo quiera, sino que además sepa, contribuir al bien común, única fuente de cohesión social.
Jacques Maritain reflexiona sobre estos asuntos en su obra La persona y el bien común y llega a la conclusión de que el bien de una comunidad política no es un único bien sino todo un entramado de bienes constituido por el conjunto de servicios de utilidad pública como carreteras, puertos, hospitales o escuelas, por una buena y sana economía, por una sólida seguridad tanto interna como externa, por el conjunto de leyes justas, de buenas costumbres e instituciones sabias, por la herencia cultural e histórica y todos los tesoros materiales y espirituales que la conforman; pero, sobre todo, por una conciencia cívica, un alto sentido de la ética, el derecho y la libertad de cada uno de los miembros de esa comunidad.
Son las virtudes públicas de los ciudadanos las que hilan esa red de reciprocidad en la que todos aportan todos reciben que llamamos comunidad. Pues bien, esa red se transforma en bien común, y no en un instrumento de alienación, cuando cada uno de los elementos que la integran están armonizados de tal forma que ayudan a perfeccionar la vida y la libertad de cada individuo.
¿Cómo se hilvana esa red? Desde luego no identificando el bien común con ningún proyecto político concreto, ya que éste no es el resultado de una idea preconcebida de lo bueno sino el producto final de un auténtico diálogo democrático. Al Estado le corresponde la tarea de generar espacios en donde pueda darse este diálogo pero, en absoluto, definir cuál es el bien de la sociedad. Identificar, definir y construir ese bien es un cometido que solo le corresponde a la comunidad de ciudadanos.
El auténtico diálogo democrático no es una lucha entre individuos o clases en la que los más hábiles terminan imponiendo su punto de vista, sino que consiste en un esfuerzo, hecho en común, por unos interlocutores que quieren sobrepasar sus puntos de vista particulares para encontrar una visión general. ¿Seremos capaces de construir el muro de todos?
Por el paseo del Muro ya se podía circular a pie, corriendo, en bici, patinete, patín, coche, moto, taxi, bus, camión… etcétera, antes de que la señora Alcaldesa Ana González llegara para salvar a los gijoneses de su atávica estulticia ecológica. El sentir general de sus allegados e interesados de cara a la galería, es que estar en contra de lo que diga esta señora es Fascismo puro y venenoso; pero la realidad es que quien desde su posición de figura con más poder en Gijón, hace y deshace la ciudad en nombre de los peatones y el Ecologismo (que no la Ecología), se desplaza a todos lados en un coche oficial. Lo máximo que hace por no aumentar su huella de carbono es ir andando desde el Ayuntamiento a La Galana.
El bien común en estos momentos de la vida y del planeta no son los coches de combustión por el centro de las ciudades y al lado de las bellezas naturales como es el mar.
No puede ser que cuatro fachucas desocupados marquen lo que es el entorno natural de ningún sitio.
Aunque esto no tiene vuelta atrás.Ha comenzado la llegada de lo verde y sostenible,tic,tac,tic,tac.