«Recuerdo cuando escuché su voz en la plaza mayor de Gijón un verano de 2003, fue como estar ante la presencia de una diosa agresiva, temible y atractiva que ruge cosas que la gente no quiere oír«
En el corazón de Chicago late, las 365 noches del año, el blues del Kingston Mines café, un selecto antro que abrió sus puertas por primera vez en 1968 bajo el lema: «Escucha blues, bebe alcohol, habla en voz alta». Excepto por lo del blues, el lema bien podría valer para la sidrería de mi calle.
En el Kingston Mines la luz es tenue y el aire pesado. En una barra azul con forma de ‘L’, un veterano camarero, iluminado por el brillo de las botellas de bourbon que cubren sus espaldas, sirve destilados a los parroquianos con la severa ritualidad de un sacerdote católico. Con solo mirarte a los ojos, el bartender sabe cuál es la gravedad de tu pecado y en qué licor debe ser purificado. Me escruta como un chamán, se voltea para mirar detenidamente su colección de fármacos, alarga su brazo tatuado y elige un bourbon de Nueva Orleans.
El bourbon, como la pena, sabe dejarte su sabor pegado al alma. Es de un intenso color caramelo. Cuando se pasa por la nariz aparecen notas de canela, nuez mostaza y vainilla. En boca se manifiesta el tofe, la frutas de hueso maduro y los cítricos. Su final el largo, persistente y cargado de reminiscencias.
Sostengo el pesado vaso de cristal con mi mano derecha y, como un monje benedictino que reza alrededor de una claustro milenario, paseo lentamente por el club, deteniéndome en cada una de las fotografías que cubren sus paredes. La imágenes, como el bourbon, retienen el vestigio de noches pasadas. Me detengo en una en la que casi puede oírse la voz rota de Koko Taylor, la mujer que trabajaba como limpiadora durante el día y cantaba en los clubs durante la noche hasta que alcanzó el indiscutible título de reina del blues. Su piel negra brilla como el ébano de Gabón, su mano sostiene con poder un micrófono metálico que parece estar conectado al mismo centro de la tierra, sus ojos se cierran como si abandonasen nuestro espacio-tiempo y su boca se abre para dejar salir un huracán de sonidos que lo trastorna todo a su paso. Recuerdo cuando escuché su voz en la plaza mayor de Gijón un verano de 2003, fue como estar ante la presencia de una diosa agresiva, temible y atractiva que ruge cosas que la gente no quiere oír.
El eléctrico sonido de una guitarra nos obliga a todos a sentarnos. Le siguen un teclado que suena como un órgano de iglesia, un elegante bajo y una batería que acelera progresivamente su paso como los trenes que cruzan el país de costa a costa. El público mueve sus cabezas persiguiendo el frenético ritmo, cuando, de repente, sube al escenario una triste voz negra, vieja y femenina que nos habla de los campos de algodón, de los amores imposibles, del olor de la pobreza, de la nostalgia de libertad, de las hogueras junto al Misisipi, del látigo del negrero, de los burdeles, de perder lo que una vez se tuvo. Algo se rompe dentro de mí cuando la escucho gritar con furia: «Sé que he nacido a morir, pero odio dejar a mis hijos llorando».
No es que el blues sea triste en sí mismo sino que es una música con el poder de transformar la tristeza en belleza. Los esclavos que trabajaban en los campos de sol a sol la inventaron como catarsis para aliviar su dolor. Mientras los blancos adinerados tenían la psicología y al terapeuta para soportar la vida, los negros de los suburbios tenían el blues y a Koko Taylor. Me quedo con Koko Taylor.