«El Botiquín siempre estaba abierto a los vecinos, lo que no encontramos ahora, ni ambulatorio, ni supermercado, ni nada de nada. Un edificio vacío, un hueso sin caña, un barrio que va apagando luces y echa de menos a sus cigarreres»


En el agosto más largo que mi memoria puede recordar, se van desenterrando noticias de un pasado que alumbró el barrio alto. Al grito de «a positivar» y con la ilusión intacta de un trabajo bien hecho, llegará próximamente a las pantallas del festival de cine o en alguna plataforma reconocible un documental que refleja la vida de las últimas trabajadoras de la Fábrica de Tabacos de Cimavilla.
«Cigarreres» es el título de esta crónica cinematográfica que lleva la firma de Pablo Quiroga y Alejandro Nafría. Se desliza en el metraje de los dos autores el sincero testimonio de unas mujeres que fueron independientes y dueñas de su bolsillo en unos oscuros años de machismo laboral. Desde Violeta «La Monroya», pasando por Montse «La Diputada» o el relato del portero: «Peñes Pardes». Se cuelan sus voces en estas inauditas historias propias de ese Macondo cantábrico que deja susurros del ayer en los desgastados adoquines del viejo barrio, mecido entre Los Remedios y La Soledad.
Verónica García-Peña y Alejandro Nafría mantenían hace unos días una entretenida conversación al amparo de los micros de RPA, en el programa La buena tarde. Contaba Alejandro lo mucho que le habían impresionado en su infancia dos vecinas con personalidad para regalar. Dos mujeres fuertes, luchadoras, que no pedían permiso para hablar. Alejadas de las convencionales amas de casa de los 70 y 80 en pensamiento y obra. Trabajaban en Tabacalera. Fue topándose Nafría con «el tabaco y sus mujeres» sin buscar remite. En el colegio del guaje, al regreso de Madrid, cuando conoció a Anina y a Luis. La picadura que se mandaba al frente, Ideales, Farias, Ducados o los Habanos que sopesaban monarcas y presidentes.
Todas esas hebras pasaron por las manos de les cigarreres, que dejaben perres en el comercio más cercano. La carnicería de Las 4 Esquinas, gastando en la tienda de «Ojos cariñosos», pagando los chipirones frescos a «La Tarabica». Alguna cree que todo se torció el día que empezó a llegar gente de Bajovilla. «La sirena molestaba, el coche a la puerta de la fábrica molestaba y el pitín en la calle». «Hay mucho amargao, redios». «Y el Botiquín siempre estaba abierto a los vecinos», «lo que no encontramos ahora», «ni ambulatorio, ni supermercado, ni nada de nada». Un edificio vacío, un hueso sin caña, un barrio que va apagando luces y echa de menos a sus cigarreres.
Esas colas eran para sacar número o pedir la vez…?