«Y de las calles, de nuestros suelos y plazas qué vamos a añadir. Del civismo desaparecido, de la mierda de perro sin recoger, colillas acumuladas, mascarillas extraviadas y adoquines sueltos»
Antonio Buero Vallejo estrenó «Historia de una escalera» el 14 de octubre de 1949 en el Teatro Español de Madrid. Y lo cierto es que esta obra sublime encaja en el otoño. La caída de la hoja o los primeros fríos conviven perfectamente con la hipocresía que sube y baja los pisos de esa terrible comunidad de vecinos retratada por el dramaturgo alcarreño. En mi querido barrio alto van menguando las comunidades de vecinos gracias a ese «maná» llamado turismo, a los indolentes cargos del consistorio y a unos fondos buitre que intentan endulzar los oídos de propietarios de pisos y bajos para convertir su montón de ladrillos en viviendas de uso turístico. Ya sabemos que en Cimavilla «molestan» los vecinos.
Me gustaría escribir un cuento un buen día con música de Los Planetas de fondo, por puro capricho. Podría titularse «Historia de una papelera», la teníamos en Honesto Batalón, quedan los agujeros en la acera dispuestos para recibir tornillos, tuercas y papelera nueva. De momento no hay ni rastro de papelera alguna, un mal prójimo la destrozó, un par de operarios del Excelentísimo Ayuntamiento de Gijón se la llevaron y hasta hoy. Con este desarrollo tan pobre poco futuro va a tener como cuento esta narración, faltan elementos fantásticos y un desenlace rotundo, tendrá que ser en otra ocasión. Mi amigo Sven es el sueco más socarrón que conozco, con un punto maravilloso de locura. El tipo decidió vivir a Caballo entre Llanes y Cádiz y lo está cumpliendo. Doce meses y mucho tiempo libre dan un amplio margen a las promesas. Dice mi compadre Sven que un pueblo demuestra su grado de civilización en la calidad de los panes amasados y en la limpieza de sus calles. También comenta que los gobernantes son nuestro reflejo en el espejo, pero esto ya lo dijo alguien hace mucho tiempo y no era nórdico. Creo que Sven tiene razón, no me apetece enumerar la cantidad de panes-chicle que se venden en supermercados y gasolineras todos los días. Con los gobernantes prefiero no ahondar por aquello de ahorrarme una úlcera de estómago. Y de las calles, de nuestros suelos y plazas qué vamos a añadir. Del civismo desaparecido, de la mierda de perro sin recoger, colillas acumuladas, mascarillas extraviadas y adoquines sueltos. Adoquines que harían las delicias de Dani el Rojo en el mayo parisino de 1968.
Si no entendemos que el barrio o la ciudad entera es hogar, casa y refugio para los míos y los tuyos estaremos refrendando las tesis de un vikingo bonachón que está como las maracas de Machín. Y yo aquí sigo perdido en mis pensamientos o en las musarañas, para no esquivar a la costumbre, mirando al suelo sin esperanza hasta que encuentro dos lingotes dorados encastrados en el suelo. Entre la Torre del Reloj y Casa Zabala aparece el recuerdo para José Jarrín López. Nacido en 1903. Exiliado (Francia). Deportado en 1940 (Mauthausen). Asesinado el 10 del 12 de 1941 en Gusen. Frente al 17 de Eladio Verde: Aquí nació Pedro Antolín Bilbao Vadalá. Nacido en 1916. Exiliado (Francia). Deportado en 1941 (Mauthausen). Asesinado el 18 del 1 de 1942 en Gusen. Dos pequeñas placas doradas grabadas con el propósito de no perder la memoria, dos pequeñas placas que ayudan a mirar al horizonte con la leve sonrisa del honor.