Gijón puede presumir de una de ser una de las ciudades de más tradición en cuanto al terraceo patrio se refiere. Muestra de ello, un estudio realizado en 2007 a partir de los datos la Federación Española de Hostelería y del Instituto Nacional de Estadística, que situaba la ciudad por delante de Madrid o Barcelona en cuanto a número de bares por habitante.
Y es que ellos, bares y restaurantes, han dinamizado la vida de muchos de nosotros. Por ello suelen ser los últimos locales que resisten en las zonas rurales y, por ello también, son estas mismas zonas las que se quedan sin esa ‘vidilla‘ cuando finalmente se ven abocados a cerrar.
Recuerdo en marzo oír el anuncio del cierre, no solo del sector hostelero, sino de cualquier tipo de actividad no esencial y la prohibición de no abandonar nuestros hogares salvo para lo más básico. También como, muy pocos días antes de aquel 14 de marzo, mi grupo de amigas vacilaba con la idea. Era impensable que en un país como el nuestro, en una región como esta, en una ciudad viva y joven como es Gijón, alguien entrase a regular cuando podíamos o no salir a tomarnos un culín.
Pero pasó. Y pasó mucho más que eso, claro. Han pasado tantas cosas desde entonces que nos ha inundado esa resignación de que, quizás, nada volverá a ser como antes. Y nos sentamos frente al televisor y nos pasan por encima las noticias, las malas noticias, las únicas que parece ya haber. Y el teléfono sonando. Y el miedo a que sea un mensaje de esos que ninguno querríamos escuchar. Y a dormir, con la esperanza de que la vacuna inglesa, la china, la rusa o cualquier otra de la que ni siquiera hayamos oído hablar, sirvan para algo. Y el miedo otra vez. Y las distancias, las mascarillas, las restricciones, la incertidumbre.
Todas esas cosas que, a veces, conseguimos controlar cuando contestamos que sí, que nos vemos en esa terraza. Y llegamos, y ahí están: los de siempre, donde siempre. Y por un momento nos reímos y nos contamos y hablamos de vacunas como antes se hablaba de fútbol: pretendiendo saber mucho más que los profesionales. Pero y qué más da. Si por un rato las pruebas, el virus, lo malo, se va. Si por un momento somos otra vez un país empujando el tiro de Iniesta. Aplaudiendo en masa a sanitarios. Llorando en aquellos anuncios de Navidad. Soñando despiertos por encima de nuestras posibilidades.
Mientras escribo esto desconozco la recomendación o la prohibición que tendremos mañana y que, como niños (por mí y por todos mis compañeros), tendremos que acatar. Juro que escribo con un ojo puesto en todos aquellos que se han jugado el todo por el todo para que hoy estemos aquí. A todas las madres, que, como la mía, han acudido religiosamente a un hospital a cumplir con su trabajo. A todos los hijos con los que comparte vestuario. A todos los abuelos y abuelas que llevan meses sin ver a sus nietos.
Cumpliremos distancias, cierres perimetrales o confinamientos. Esperaremos, aunque casi no quede paciencia, a que vuelva aquella, ‘nuestra‘, normalidad. A quejarnos de rutinas, a abrazar a los nuestros, a perder el miedo y las vergüenza en un karaoke cualquiera de una madrugada cualquiera.
Lo único que digo, sin saber de leyes ni de colores, es que sería feo, muy feo, olvidarse de todos esos ‘otros profesionales’ que nos ponen el café de las 7 para quitarnos las legañas. De los que cuidan de los altares de cerveza y panchitos. De los que limpian las barras para que los viernes, cada viernes, nos juntemos a brindar y a criticar a nuestro jefe. De quienes, sin ser esenciales en la lucha contra el Covid, lo son en el mantenimiento de ese poco ánimo que aún guardamos. De los que cada día se esmeran para ofrecer un oasis donde olvidarnos por unas horas de lo de ahí fuera.
Son los expertos (o al menos así lo espero) quienes deben decidir cuándo y cómo podremos hacer esto o lo otro. Pero lo que sí espero es que, cuando todo esto pase, todos esos bares que más de una vez nos sirvieron como refugio puedan seguir estando ahí. Tal y como han hecho siempre.
Todos ellos.
¡Bravo! ¡Gracias!