«6.500 trabajadores inmigrantes han muerto en Qatar construyendo los estadios donde se celebra el mundial de fútbol de 2022»
En 1973, la escritora norteamericana Ursula K. Le Guin publicó Los que marchan de Omelas, una novela corta de apenas cuarenta páginas que enfrenta a todo lector a una terrible elección. De hecho, Ursula K. Le Guin confesó que lo escribió para que los profesores lo usasen con el fin de provocar encendidas discusiones morales entre su alumnado.
Omelas es una maravillosa utopía en la que sus habitantes viven en plenitud. El relato comienza con una fiesta en un cálido día de verano. Ursula K. Le Guin nos dibuja con sus palabras un universo en el que la tecnología nos ha emancipado definitivamente de la alienación del trabajo. Nada sucede con prisas, los ciudadanos son dueño de su tiempo y disponen de él para saborear intensamente los placeres que la vida ofrece. En Omelas, todos son cómplices de una felicidad desmesurada.
La perfección de Omelas es extraña. Conforme nos vamos sumergiendo en su paraíso, un cierta sensación de desasosiego nos embarga. El lector tiene la intuición de que falta una pieza. Algo en nuestro interior nos dice que todo no puede ser tan perfecto. Estamos en lo cierto. En uno de los edificios públicos, la ciudad guarda un secreto execrable. En un calabozo oscuro y miserable se encuentra encerrado un niño, atravesado por el dolor. Su tormento es el recordatorio constante de que nada es gratuito. Sin su miseria, los habitantes de aquella ciudad maravillosa dejarían de ser felices. Como una especie de Atlas, ese niño sostiene sobre sus hombros la utopía en la que otros viven. Un simple gesto de amabilidad no solo rompería el eterno castigo de ese ser sino, también y para siempre, el paraíso.
Pero los habitantes de Omelas deben ser conscientes del precio de su felicidad y, por ello, al cumplir la mayoría de edad, han de atravesar el más severo de los ritos de paso: bajar a las profundidades del calabozo, contemplar con sus propios ojos al niño, soportar que este les devuelva la mirada y tomar una decisión. ¿Hasta qué punto podemos permitir que el sufrimiento de uno, o de 6.500, garantice nuestra felicidad? Los que son capaces de olvidar la visión del niño pueden regresar a seguir disfrutando de la dicha de Omelas. Los que no pueden borrar esa imagen de su alma marchan de Omelas para siempre.
Me gusta el fútbol. Comencé a disfrutar de un mundial a los cinco años, en 1982, cuando mi padre reunía a los vecinos en el salón de casa, en torno a una mesa camilla cubierta de patatas fritas, aceitunas, tortilla recién hecha, con cebolla por supuesto, y botellines helados de Cruzcampo. Me sentaba a su lado frente al televisor y aprendía como emocionarme, esperanzarme, entusiasmare, cantar y reír con las emociones, las esperanzas, el entusiasmo, la música y las chanzas de otros. Aprendía, en definitiva, a saborear intensamente la dicha que la vida nos ofrece.
6.500 trabajadores inmigrantes han muerto en Qatar construyendo los estadios donde se celebra el mundial de fútbol de 2022. Yo soy uno de aquellos que caminan solos y en silencio, que cruzan sin vacilar las hermosas puertas de la ciudad hasta adentrarse en la oscuridad del desierto. No juzgo a los que se quedan. No soy mejor que ellos. Yo soy uno de esos que marchan de Qatar para no volver.