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«No estamos salvados, pero tampoco condenados. Nuestra historia no está decidida porque somos nosotros, en último término, quienes decidimos la historia»
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Stalingrado ha sido una de las batallas más sanguinarias que ha librado la humanidad. Más de dos millones de personas tiñeron con su sangre el gélido invierno de 1943. Si no te mataba el fuego enemigo, lo hacía el hambre o algo mucho más frío que el frío ruso: la desesperación. Stalin, al que no le importaban la vida de los civiles, ordenó el estado de sitio, así que de Stalingrado solo se salía matando o muriendo. La fuerza aérea alemana bombardeó indiscriminadamente la ciudad hasta que solo quedaron unas ruinas apocalípticas que recordaban que allí, una vez, hubo vida. Hitler y Stalin obligaron a sus soldados a combatir calle a calle, cuerpo a cuerpo, con temperaturas de -18 °C . Las bajas se multiplicaban día tras día. Los cadáveres se amontonaban en las carreteras, dejados de la mano de Dios y de los hombres. La Guerra de Ratas la llamaron, aunque lo cierto es que una rata en Stalingrado tenía más expectativa de vida que un ser humano. Se calcula que la esperanza de vida de un soldado que combatía en Stalingrado era de veinticuatro horas.
Kurt Reuber fue una de aquellas ratas. Estaba destinado como médico de la 16º división blindada pánzer. Se acercaba la Navidad. En un momento de desesperación, el joven médico quemó un trozo de madera y, con él, dibujó en la parte trasera de un mapa a una madre protegiendo, con todo el cuerpo, a su hijo recién nacido. Los enmarcó bajo las palabras «1942 Weihnachten im Kessel – Festung Stalingrad – Licht, Leben, Liebe» («1942 Navidad en el cerco – Cerco de Stalingrado – Luz, Vida, Amor»).
La noticia corrió como la pólvora. Fueron muchos los soldados que, aquella Navidad, abandonaron sus puestos y arriesgaron sus vidas para ver la imagen y recordar al niño que fueron. Según cuentan, quienes la contemplaban quedaban sobrecogidos hasta las lágrimas. Alguien comenzó a cantar Noche de paz. Las voces se fueron sumando hasta que la música venció el sonido de los obuses y el frío se hizo menos frío.
Kurt Reuber murió como una rata, no pudo salir del cerco ruso, pero sí lo hizo su Madonna de Stalingrado. Un oficial herido la transportó en el último avión que logró salir de la ciudad junto con una carta en la que el autor decía:
«Contempla en el niño al niño primerizo de una nueva humanidad, que nacido con dolor, relumbra sobre toda oscuridad y tristeza. Que sea para nosotros el símbolo de una vida triunfante y de feliz futuro que tras tanta experiencia con la muerte, amaremos aún con más ardor y autenticidad, una vida que sólo merece ser vivida si es pura como los rayos de la luz y cálida como el amor».
La Madonna de Stalingrado nos enseña a esperar en la ausencia de esperanza, a vivir con entereza en un mundo roto y a adaptar el breve espacio de nuestras vidas a una esperanza larga. Abandonar la esperanza supone cruzar el pórtico del infierno. En la Divina Comedia, Dante describe que en las puertas del averno reza: «¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!». Y precisamente por eso, como decía Albert Camus, «donde no hay esperanza, debemos inventarla». Esto fue lo que hizo Kurt Reuber, aquel médico del alma, con un simple trozo de carbón y un mapa del enemigo: pintar esperanza para un mundo desesperanzado.
Vivimos cercados en un sociedad que celebra la desesperanza. La utopía ha muerto; lo más poderoso que hasta ahora poseía el mundo aún sangra bajo nuestros cuchillos. La posmodernidad no trajo una superación de la modernidad sino un desierto existencial tan gélido como el invierno de Stalingrado. El empeño de la posmodernidad por deconstruir los grandes relatos ha dejado sin historia de salvación a un homo narrans que ha quedado mudo. No hay futuro, todo es ahora. El futuro se prevé como una prolongación del presente. Incapaces de imaginar lo que podemos llegar a ser, nuestra mirada se vuelve hacia el pasado. Lo vintage, lo retro, narcotiza con su nostalgia; pero, a la vez, nos impide proyectarnos hacia el futuro, único motor de cambio.
Necesitamos volver a mancharnos las manos de carbón para pintar el futuro. Necesitamos volver hacer de la política un ejercicio de esperanza. No tenemos por qué resignarnos a las circunstancias. La sociedad en la que vivimos ha sido creada por seres humanos y como toda obra de nuestras manos es susceptible de transformación. No estamos salvados, pero tampoco condenados. Nuestra historia no está decidida porque somos nosotros, en último término, quienes decidimos la historia. Necesitamos imaginar y construir un mundo de Luz, Vida y Amor, en el que lo esperable sea que cualquiera será protegido por cualquiera como esperamos con certeza que un niño recién nacido será protegido por su madre.