«Empresarios extranjeros han venido a salvar los clubs (…) debemos hacernos la pregunta de si su llegada ha sido por amor a los colores o por la rentabilidad de los mismos»
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Escribo estas líneas en esos días previos de los derbis en donde recuerdas enfrentamientos pasados, batallas de abuelos distanciadas de lo que ocurre ahora en un deporte de piernas depiladas y atletas endiosados. El canibalismo que produce el giro del balón consigue rotar el mundo como nunca lo ha hecho, rodando incluso para justificar la pérdida de valores y derechos, creando, en ese giro endiablado, dioses efímeros en pedestales de barro, y enfrentamientos deportivos más azucarados.
Tengo la impresión, quizás equivocada, que los derbis, como en general el fútbol, están más domesticados, menos salvajes, al contrario de indeseables que se esperan, o se citan, en bares próximos para jugar su propio encuentro, en donde el balón pierde el sentido, y ahí, disfrazados con los sentimientos otorgados por colores, que no son otros que los colores de la violencia, batallan por la vida. Esta percepción, ya digo quizás errónea, de contiendas más dulces, más calculadas, creo que ha sido por el gran salto en la profesionalización de un deporte que mueve ingentes cantidades de dinero.
La profesionalización del fútbol, basada sobre todo en el negocio, ha conseguido mejorarlo notablemente, y en ese movimiento optimizador de cada una de sus secciones, resulta tremendamente complicado el surgimiento de figuras más humanas, más cercanas al suelo, al barrio, a la pillería, como un Juanele o, en la otra esquina española, un Rincón, genios en donde la disciplina estaba basada en el placer, y en ese disfrute con el balón, se encontraba la sabiduría de la calle convertida en arte ante miles de espectadores. Xixón, Uviéu, se llenaban de muchachos alejados del esnobismo que buscaban en su hobby un futuro. Hoy, años después, son muchos menos los y las peques de barrios populosos caminando hacia un Mareo o un Requexón. Por eso, cuando un Cote regresa a su casa, vuelve un icono de ese fútbol de entonces, de esa sociedad de antes, de ese barrio, de esa calle, de esa pillería que se suelda al tuétano y conforma jugadores con un no sé qué yo, que les hace diferentes, más humanos, más nuestros.
El avance significativo, desde la base hasta la élite, ha influido también en los jugadores que se vestirán de corto el sábado para disputar un enfrentamiento entre equipos rivales, próximos geográficamente, dispares hasta en el andar. Ahora, en los derbis, nos encontramos con veintidós futbolistas a los que colocamos los yelmos de Ivanhoes otorgándoles la representación de una ciudad, de la que buena parte no son oriundos, sintiéndoles adalides de un sentimiento, que no han vivido, convirtiéndoles en defensores de una historia que les han contado. Aun así, los vestimos de corazón rojo y blanco, y con esa casaca de Quini, de Ferrero, de Eloy, de Cundi, de Joaquín, de Juanele, de Mesa, de Non Podo, se convierten en combatientes de toda una ciudad, gladiadores adorados, idolatrados, que el día de mañana lo serán por otras aficiones. Héroes que criticamos por ser profesionales, profesionales que criticamos al hacerse humanos, velando por sus intereses en una corta y efímera carrera.
La atmósfera que generan los derbis, como el de mañana, consigue construir espacios en donde la irracionalidad administra las pasiones, provocando un fenómeno social, un espacio de sentimientos vestidos de camisetas, de gestos y gritos que conforman una simple y primitiva comunicación. Eso siempre será así, permanecerá en la conducta humana al ver un balón y gladiadores intentando llevar, el preciado objeto, a una protegida portería. No obstante, en Asturias, no digo en otras autonomías o ciudades, los derbis del hoy distan de la melena de Carlos en el viejo Tartiere, cuyas vallas se pegaban a la cal, de Gorriarán, y los cánticos resonando todavía en El Molinón, de Luis Sierra, todo “técnica”, o de Ablanedo, gatu. Los derbis ahora son aterciopelados, con apariencia de tensión en la cancha, pero en donde el verdadero nervio emocional se ubica en la grada, en la ciudad, en la gente, en la hinchada. Ahí, sobre las aceras de las ciudades, en El Muro, en el Parque San Francisco, en la Ruta o en el Fontán, se maceran emociones como antaño, pues el fútbol se domestica, pero el sentimiento es ese corazón desbocado y loco que nos hace seres pasionales, irracionales, humanos. El fútbol de hoy se amansa, y en un juego perfecto, en una pared trazada con escuadra y cartabón, entra con mayor dulzura en la masa informe de aficiones, vendiendo, por un precio exorbitado, los sentimientos a través de las pantallas presentes en cada lugar, en cada hora, en cada continente. En esa orquesta afinada, perfectamente ensayada, se introduce el fútbol de manera callada, a veces como un ruido de fondo, o un intermitente brillo en un televisor que no se mira, trayendo consigo más dinero, más seguidores y seguidoras, mayor cantera futbolística que se forma en campos donde la arena desaparece, donde los conos se apoyan mansamente en un rollo verde extendido por el que rueda un balón con la presión justa, de manera elegantemente perfecta, lienzo en un marco sin aristas del deporte. En España, el fútbol genera casi el 1,5% del PIB, dos veces más que hace cuatro años, y en ese bombardeo de imágenes alejadas de lo físico, en ese negocio de plataformas, se construyen unos sentimientos más azucarados, más encorsetados, más alineados con esta sociedad donde las conversaciones se pintan de WhatsApp y las quejas se expresan en caracteres.
El fútbol es mejor ahora, más técnico, más limpio, más protector de los genios, más profesional, pero más negocio, y en los negocios, tengo la sensación que el sentimiento queda para esa afición incondicional que llora en la pérdida y se envuelve en la felicidad de la victoria. Mientras, otros seres racionales que juegan con emociones ajenas, hacen negocios de varios ceros, impidiendo que se pare el giro constante de la maquinaria deportiva y económica . El fútbol es lugar de negocios dentro del negocio, y por ello, grandes millonarios ven en el deporte del balón el lugar en donde apostar parte de su fortuna para lograr incrementar sus ganancias patrimoniales.
Oviedo y Gijón son dos de los lugares donde empresarios extranjeros han venido a salvar los clubs, y se debe agradecer, pero también debemos hacernos la pregunta de si su llegada ha sido por amor a los colores o por la rentabilidad de los mismos. Valoro, agradezco el paso dado, pero, recordando que los clubs son sociedades anónimas deportivas, ninguna empresa puede basarse en la emoción para crecer, ningún empresario o empresaria se introduce en un deporte incierto para perder, y nadie debería criticar ese pensamiento. Hay que apoyar su llegada, agradecer su apuesta, esperar sus movimientos en este mundo de negocio, espectáculo y vísceras, pues han comprado empresas ligadas a un sentimiento, pero empresas que, recordemos, malamente se sustentaban.
Centrándonos en el caso gijonés, en esa mezcla de pasión y negocio, se han producido miradas importantes vinculadas a nuestro estadio centenario, estableciendo condicionantes de futuro en una zona de nuestra ciudad, usando el fútbol y el sentimiento mundialista para la realización de una operación ambiciosa, una operación con patrimonio gijonés, propiedad de la ciudadanía, que, como el sentimiento, fue ganada con los años, cuidada con el esmero de lo querido, y preservada como todo patrimonio común, conformando un lugar emblemático de la ciudad. Operación ilusionante, sí, pero, así como la empresa debe ganar dinero, las ciudades deben conservar su patrimonio, material e inmaterial, y por lo tanto no dejarse llevar por luces de artificio, realizando, en este como en todos los casos, una valoración sosegada y pormenorizada en donde se tenga en cuenta no la inmediatez del ahora sino las posibles consecuencias en el mañana.
Hablando de mañana, en este caso un mañana más cercano, el sábado veré el derbi, me pondré frente a la pantalla, quizás con una cerveza y unas patatas, quizás con una tortilla y un poco de vino, pero seguro que vibraré con la camiseta rojiblanca, sufriré con los ataques azulones, botaré con las oportunidades gijonesas y, creo, me disgustaré con los goles carbayones. En ese sentimiento todavía no domesticado frente a una pantalla, recordaré a Carlos, a Juanele, a Maceda, a Viti, a Ablanedo, a Bango, a Iordanov, a tantos que han dejado en mi recuerdo la sensación de que el derbi es ese partido que probablemente no signifique nada en una liga, pero todo para aquel que lo gana, porque los derbis, hoy ,ayer, siempre, configuran esa atmósfera que cubre la región durante semanas para después hacer soportar, a la afición vencida, infinidad de bromas hasta la llegada de la revancha, una revancha que, de momento, a Xixón, no le toca.
Sábado, 17 de diciembre, termina el derbi, no, de momento sigue sin tocar.
Perfecto Alberto !!!!!
El manejo del lenguaje que ejerces, me produce una gran envidia y añoro aquellos tiempos de colegio donde podría haber dado mas y hoy poder explicarme como tú. Gracias Alberto.
Tú qué vas a añorar si eres un analfabeto.
¿Me conoces, para poder insultarme?.¿Sabes si tengo estudios?. Lanzas el insulto sin conocer nada de mi, sólo por el hecho de insultar. Podría ponerme a tu gran altura intelectual, pero no lo haré. Quédate tú con tus insultos.