
Alejada la transexualidad de la medicina como se alejó antes del código penal, esta adquiere pleno respaldo civil y autonomía
Cuando Judith Butler escribió en 1999 El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, se activaba una bomba de relojería que estallaría 25 años después entre el feminismo español. Butler venía a demostrar cómo sexo y género eran un binomio construido desde la heteronormatividad con todo lo que eso implicaba desde la aplicación de una ley que informaba y al mismo tiempo sancionaba o castigaba en función exclusivo de ese parámetro. Y así estábamos hasta ayer. En esa batalla política sobre lo que significa ser mujer, ha ganado esta semana la emancipación sexual, la posibilidad de que el individuo pueda decidir qué quiere ser, después de que se haya aprobado la ley trans en el Consejo de Gobierno. Esta guerra ha dejado muchos cadáveres por el camino. Demasiadas depresiones, demasiados estados de ansiedad, demasiados suicidios. El mundo heteronormativo, por fin, se repliega y lo hace más allá de lo que uno podría llegar a imaginar con una ley que reconoce derechos, que no niega identidades, que otorga libertad y dignidad a paladas.
A lo largo de la historia, en la sociedades modernas, el poder ha obligado a que se hable del sexo desde la sombra. O como diría Foucault, en las sociedades modernas se ha hablado siempre de sexo, poniéndolo de relieve como el secreto. Gays, lesbianas, transexuales, bisexuales, asexuales e intersexuales han vivido y viven todavía entre la normatividad deseada y el limbo y, tanto uno como otro, están en esa zona difusa del secreto.
Esta semana, las y los transexuales logran incorporarse al sistema de derechos y lo hacen destruyendo el estigma que a lo largo de los siglos los condenó al ostracismo. No hay peor condena que convertir tu sexualidad en una patología. Y eso es lo que han padecido las mujeres y los hombres trans a lo largo de la historia. Primero como pecadores, después como desviados, finalmente como enfermos. Incluso en el capitalismo realmente existente, el sexo, todas las formas del sexo, todos los discursos del sexo, se han frivolizado, enmascarado, ha sido evitado u ocultado en una pseudoclandestinidad que desembocaba en locales de ambiente, en las esquinas de una calle o en las cunetas de una carretera. La otra salida era la espectacularización de su propia sexualidad, convertida en una identidad morbosa que ocultaba también un secreto. Pero, querido y desocupado lector, no hay que irse a la transexualidad para desvelar la sexualidad como algo secreto. Lo veo en el mundo swinger todos los días: respeto y discreción para aquellos que viven el sexo fuera del binomio heteronormativo implantado de manera secular. Y lo mismo sucede con la bisexualidad. Todavía hay quien cree que eso no existe.
Hay que reconocer que quien se ha llevado la peor parte en todo esto ha sido la comunidad trans, porque ellos han sido obligados a vivir su sexualidad como una enfermedad y su emancipación como una cura. A lo largo del siglo XX la transexualidad fue referida como una aberración, una perversión, una rareza, una mórbida exasperación, una patología y, en último caso, una condena. Despatologizarla es devolver al transexual un itinerario sin estigmas, sin dilemas, en una trama política, social y cultural en la que poder sentirse libre y poder desarrollarse sin conflictos de conciencia. Todo médico vive envuelto en la patología, igual que un detective o un policía vive envuelto siempre en un crimen. Alejada la transexualidad de la medicina como se alejó antes del código penal, esta adquiere pleno respaldo civil y autonomía. Es un paso de gigante. ¡Bien!