«Un anciano no sólo es memoria viva de la comunidad sino fuente de su cohesión social. Cuando un anciano muere en soledad también muere la misma comunidad»
La palabra agonía procede de agón («combate») y se refiere a la angustia sufrida por alguien que se encuentra al borde de la muerte, luchando por su vida. Hace unos días, un anciano de 84 años ingresaba en el hospital de Cabueñes en plena agonía, una situación ya de por sí extraña, puesto que, en estos casos, lo habitual es fallecer en el calor del hogar, rodeado de los tuyos, y no en la frialdad de una habitación de hospital numerada, rodeado de máquinas. Sin embargo, hubo otro dato aún más inquietante. A saber, el estado de abandono en el que se encontraba nuestro vecino: delgadez extrema, desnutrido y deshidratado, uñas largas, falta de higiene, desaliño.
Pudiera parecernos un hecho aislado, extremo quizás, que desdice y desdibuja la realidad, pero el espejo de los datos parece reflejarnos una sociedad que ha decidido abandonar a sus mayores. En España se estima que más de 2,5 millones de ancianos se sienten solos, constituyendo esta cifra casi el 40% de los mayores de 65 años. Una soledad que se torna invisible porque no grita, no protesta, no molesta, no indigna, no está ante el objetivo de las cámaras ni se narra desde los micrófonos. Hablamos de la soledad de ancianos confinados en sus domicilios sin relación con su entorno social más cercano, de los que no reciben los cuidados adecuados de sus familiares, de los que han queda aislados en el entorno rural, o de los que sufren despersonalización y cosificación en algunos centros residenciales. Realmente, no hablamos de soledad, hablamos de rechazo y exclusión. Hablamos de gerontofobia. Ya nos dio el aviso Adela Cortina, la conciencia moral de este país. Durante la pandemia se normalizó un discurso de odio hacia nuestros mayores. Algunos se alegraron de que la mayor parte de las muertes por COVID fueran ancianos porque son gente improductiva y porque su eliminación desestresa el sistema de pensiones. Una sociedad sana y digna no se puede permitir la enfermiza e inmoral lacra de un supremacismo de edad.
Quizás la vejez, austera y pausada, sea el mayor pecado en una sociedad cuyos fines están marcados por unos procesos económicos que nos obligan a producir cada vez más y cada vez más rápido. El propio FMI ha alertado, en varias ocasiones, sobre el peligro financiero que supone la vejez. Christine Lagarde llegó a afirmar que “los ancianos viven demasiado y es un riesgo para la economía mundial. Tenemos que hacer algo y ya”. Quizás se nos esté olvidando que las personas no tienen precio sino dignidad, un valor supremo e innegociable, un bien que le pertenece a cada ser humano solo por el hecho de existir. Y, quizás, también se nos esté olvidando que la vejez, además de ser digna, es un bien social.
Platón, en La leyes, un diálogo sobre cuál es la mejor organización política y cuáles las mejores leyes que han de orientar a los ciudadanos hacia las virtudes públicas, afirma que «nuestros ancianos progenitores, mantenidos en casa, son como las imágenes de los dioses a las que se debe veneración y respeto». Aunque esto no es nada que haya inventado Platón, son muchas las sociedades que veneran y respetan el bien encarnado en sus mayores. Según Renan, los jóvenes espartanos se dirigían con esta fórmula a sus mayores: «Somos lo que vosotros fuisteis, seremos lo que vosotros sois». Entre los mapuches, como sucede con muchos otros pueblos indígenas, los mayores ocupan un rol social de enorme importancia. No por la vejez en sí, sino porque los años han decantado la sabiduría que perdura en ellos y que vuelcan a las nuevas generaciones. Cuando una persona pierde su memoria, se pierde a sí misma; cuando un pueblo pierde su memoria, se pierde a sí mismo.
Un anciano no sólo es memoria viva de la comunidad sino fuente de su cohesión social. Cuando un anciano muere en soledad también muere la misma comunidad. Quizás, quien estuvo realmente agonizando en el Hospital de Cabueñes fue nuestra sociedad.