Las Navidades son ya solo objeto de consumo y exceso, un cebo y una excusa para el turismo en esta carrera desenfrenada por consumir, divertirse y evadirse en la que hemos entrado desde el final de la pandemia
Me encanta la Navidad. Me gustan los turrones de chocolate y los polvorones de limón, me vuelven loca el Roscón de Reyes, la Cabalgata, pintar el ojo y ponerme monísima, quedar con los amigos, ver a la familia, vestir la mesa con la vajilla buena, echar tres horas en cenar, tener una excusa para pedir una copita de cava en mi bar favorito sin parecer una snob sacada de una novelucha, dar y recibir regalos y poner el árbol de Navidad mientras veo mis episodios favoritos de Rebels el último día del Puente de la Constitución… Rituales de felicidad. Al fin y al cabo la vida no es más que un despliegue de rituales: los hay cotidianos y los hay extraordinarios que rompen nuestras rutinas, que nos ayudan a salir de los cascarones repetitivos, y en muchas ocasiones aislantes, de los horarios laborales, de las tareas de la casa, de la compra semanal… o que hacen de todas estas rutinas algo un poquito más divertido, un poquito más especial, un escape.
Que me guste la Navidad no evita no obstante que entienda y comprenda que existan personas que sienten todo lo contrario. No todo el mundo tiene familia o una familia con la que esté cómodo o que sea su lugar seguro. Como también entiendo que a muchas personas les pueda molestar el empeño cínico por tener que fingir felicidad y despreocupación en Navidad, como si los problemas que vamos arrastrando en nuestra vida -duelos, rupturas amorosas, problemas familiares…- tuvieran que desaparecer por arte de magia para no empañar la alegría ajena. A otras muchas lo que les molesta es el consumismo que va asociado a estas fiestas o simplemente el peso de la ausencia de aquellos a los que amamos y que una vez estuvieron, rieron y celebraron con nosotros. Ausencia que se hace cada Navidad más difícil de soportar. O puede que se la sople muchísmo todo el rollo navideño y que odien las calles abarrotadas, las luces horteras y los villancicos por decreto. Esto también es parte de la belleza de vivir, el poder detestar lo que otros encuentran adorable o divertido. Yo nunca iría a un partido de fútbol pero dime “Disney París” y me pongo a hacer las maletas como si no hubiera un mañana.
Pero también está el comprensible y nada sorprendente hartazgo navideño de muchas señoras que no solo tienen que llevar el peso de la casa sobre sus hombros todos los días del año, trabajen o no fuera de casa, sino que cargan también con la responsabilidad de hacer de estas fiestas un momento especial. Ellas planifican los menús, que adaptan a los gustos de cada uno de los comensales, hacen las compras, las cenas, limpian, lo ponen todo bonito, se encargan de los regalos y ejercen de árbitros durante las discusiones en la mesa. En una sociedad donde presumimos -con razón- de los avances en nuestras vidas gracias al feminismo, y en la que estamos aprendiendo a deshacernos de los roles de género y entendiendo eso del reparto equitativo de las tareas, sería completamente injusto negar que las responsabilidades asociadas a las Navidades: comidas, cenas, diversión, magia, regalos, adornos, encanto… se las siguen comiendo mayoritariamente las mujeres. Por lo que es completamente entendible que en cuanto se acerca el mes de diciembre muchas estén ya hasta el moño de estas entrañables fiestas, sabedoras de que al final del camino lo que realmente les espera es una casa patas arriba y, probablemente, el perfume de oferta en el súper, después de haber acertado ellas con los regalos de todos los demás.
Sin embargo, hasta los defensores de la Navidad más naifs como una servidora estamos empezando a sentir agotamiento, cascanciu y hasta tirria por estas fiestas. Y es que, desde la pandemia, las Navidades, como casi todas las fiestas y celebraciones públicas, se están convirtiendo en un extraño y bizarro escenario de alardes y despilfarros que poco tienen que ver con la celebración en sí misma y mucho con la herida que arrastramos desde el confinamiento y que nos estamos negando abordar como ciudadanos adultos. Los Ayuntamientos postpandemia han entrado en una ridícula competición entre ellos por llenar las calles de adornos y luces cada vez más grandes y llamativas, el encendido de las luces navideñas se adelanta cada año, amenazando con hacerse ya en el mes de agosto, se inauguran mercadillos navideños indistinguibles los unos de los otros que ofrecen los mismos productos prefabricados y en serie, y los turrones y los panettones llegan a los lineales de los supermercados en octubre. Todo lo que podría tener de excepcional, de ruptura de la cotidianidad, de ritual extraordinario ha desaparecido. Las Navidades, como el verano, las fiestas patronales o los festivales de música son ya solo objeto de consumo y exceso, un cebo y una excusa para el turismo en esta carrera desenfrenada por consumir, divertirse y evadirse en la que hemos entrado desde el final de la pandemia. Un alarde de diversión y luces con el que ocultar los miedos del fin de ciclo y los daños que el confinamiento y la ruptura de la socialización nos dejaron a todos. La turistificación y el consumismo son los síntomas más evidentes de una dolencia que padecemos ciudades y ciudadanías y que nadie quiere abordar, pues da la sensación de que si frenamos, si nos paramos a pensar, si dejamos de comprar, dejaremos de existir. Supongo que en algún momento se apagarán las luces y bajará el volumen de los cánticos y podremos, al fin, reflexionar y buscar formas de vivir bien y de manera sostenible y en comunidad, el futuro que nos espera. Por el momento solo me queda desear a todo el mundo unas felices fiestas.