«Entre esos aficionados no podían faltan los hermanos Ceínos (…). Fueron una popularísima y querida saga con vinculación estrecha con el Sporting»
Recién entrado el siglo XX, Prudencio Miguel Reyes Viola asumió las tareas de utillero en el Nacional de Montevideo, uno de los clubs históricos del futbol uruguayo. Las funciones de Reyes no solo consistían en tener las botas lustrosas y las equipaciones debidamente impolutas previo a cada partido, sino que también se ocupaba de que los balones – traídos expresamente desde Inglaterra- estuvieran a punto, tanto en los entrenamientos, como en los partidos que se disputaban en el abarrotado campo del Nacional. Esta última tarea acabó siendo tan apreciada por jugadores y técnicos, que solapó a sus otras funciones, de tal modo que en aquel país a los utilleros se les vino a llamar “hinchadores”.
Cualquiera puede imaginar que el fútbol de entonces era muy diferente al de hoy en día. No solo por razones tácticas – hoy sería inimaginable ver a un jugador ocupando su posición en el campo de forma estática o plantear un esquema de juego en el que tres defensas se las han de ver contra cinco delanteros – sino que también difería el entorno y la repercusión mediática. Esto se reflejaba en el terreno de juego y en la grada. La celebración de los goles solía limitarse a un breve abrazo entre los futbolistas implicados en la jugada en cuestión, alejada diametralmente de los arrebatos pasionales que se nos ofrecen hoy en día, adornados con toda suerte de piruetas y gesticulación variopinta. También era diferente en la grada, donde los aficionados permanecían impasibles ante los avatares de su equipo, limitándose a aplaudir cuando los suyos conseguían marcar un gol o a censurar en voz alta alguna decisión arbitral. Nada más. Pero hete aquí que alguien no encajaba con los cánones de la época. Desde la banda, el bueno de Reyes, el “hinchador” del Nacional, con su portentoso vozarrón, se desgañitaba durante todo el partido animando a los suyos de forma ininterrumpida: “Arriba Nacional”, “Vamos Nacional”, “Nacional, Nacional, Nacional”. Hasta el punto de contagiar a buena parte de la grada que seguía, a coro, los gritos de ánimo que el utilero, que el “hinchapelotas” del club –en el sentido menos peyorativo del término- improvisaba. Reyes no solo hinchaba balones, sino que “hinchaba” a sus jugadores, insuflándoles ánimos en los momentos críticos de cada partido. Para los jugadores del Nacional, el empuje del utillero se convirtió en una necesidad mayor que el almidonado de las camisolas. El “hinchador”, el “hincha”, hacía que pudieran sacar en cada encuentro lo mejor de su juego.
Su fama corrió por todo Uruguay, el “hincha” del Nacional, el más animoso aficionado, el mejor utilero, hasta tal punto que el doctor y escritor charrúa Ricardo Forastiero le dedicó uno de sus poemas. Había nacido el primero de los hinchas, de los seguidores animosos que no se limitaban a observar el partido de fútbol, sino que formaban parte de él. Reyes fue, por tanto, el origen de la Mareona de nuestra afición y de todas las de los seguidores habidos en el actual mundo del fútbol.
Y el fenómeno de la hinchada como parte integrante del equipo, se amplió también a acompañar al conjunto a los encuentros que disputaba fuera. Comenzó en el Reino Unido, la red ferroviaria británica, extensísima ya en el siglo XIX, permitía que los aficionados de los distintos clubes pudieran asistir con facilidad a los encuentros que disputaban en otras ciudades.
Casos pintorescos
Pero los desplazamientos no siempre fueron tan sencillos. En 1929 saltó a la prensa un curioso caso de unos seguidores sportinguistas. El diario El Imparcial de Sevilla publicaba, el 7 de diciembre de ese año, la noticia del curioso viaje de dos jóvenes seguidores. Embarcaron en Gijón como polizones en el vapor Ana María el lunes 2 de diciembre, teniendo prevista su llegada a Sevilla para el día 5. Su único objetivo del viaje era ver el partido que, el domingo día 8 a las 4 de la tarde, enfrentaba al Sporting con el Sevilla. La falta de previsión les delató y, a los dos días de viaje, tuvieron que salir de su escondite debido a la incomodidad del reducido espacio del bote en el que se refugiaban y al hecho de que las provisiones se les habían acabado. Una vez descubiertos, los marineros de buque les trataron violentamente y fueron encerrados en un cuarto hasta la arribada a Sevilla. Allí fueron entregados a las autoridades y liberados gracias a la intervención de otro gijonés, Romualdo Alvargonzález Lanquine, que por aquellos entonces era el secretario de la Exposición Iberoamericana de Sevilla. Alvargonzález les consiguió, además, entradas para el encuentro y sufragó de su propio bolsillo los billetes de tren para el regreso a Gijón de los intrépidos seguidores. Señalar que el Sporting, finalmente, perdió aquel partido por 2 a 0, con doblete del delantero catalán Miguel Gual. La entrega y pasión de aquellos dos jóvenes, tan atípica para la época, merece especial mención, y asusta imaginar de lo que habrían sido capaces de haber vivido en los tiempos actuales, en los que la identificación entre equipo y afición es mucho más intensa y nítida.
Muchos años más tarde un fenómeno parecido se repite de forma habitual en la lejana Colombia. Los famosos “barristas muleros” son los aficionados de distintos equipos del país que realizan los desplazamientos para acompañar a su club, colándose (literalmente) entre las cargas de camiones. Cientos de hinchas colombianos usan esa táctica para poder animar a sus clubes en los partidos de fuera de casa, a veces arriesgando su propia vida. Un aficionado del Atlético Nacional de Medellín relataba así, a un medio digital, su modos operandi habitual para poder seguir a su equipo por todo el país: “ Cuando somos bastantes nos paramos en frente del camión para que nos deje montarnos, cuando somos cuatro o cinco esperamos a que la mula pare en un puente o a la salida de algún peaje, nos hacemos los quietos y luego arrancamos a correr para subirnos atrás”.
Y puestos a hablar de aficionados peculiares, los que ya tienen una edad recordarán al popular Sangría. José Fernández González era una persona de condición muy humilde, con problemas para una subsistencia básica y que, sin embargo, gastaba lo poco que tenía y sus energías en ver y animar a su Sporting. A pocos minutos para el inicio de cada encuentro, Sangría saltaba al terreno de juego provisto de una bandera del Sporting, a su paso la gente chillaba y le aplaudía en un ritual que se repitió durante dos décadas. Los sesenta y los setenta presenciaron como Sangría recorría la banda a toda la velocidad que podía y, cuando llegaba a cada una de las porterías, driblaba a un imaginario defensa, marcando su soñado gol de tacón bien pegado al poste. Una vez recorría el campo por completo, levantaba los brazos, recibía el aplauso del público y pasaba a ocupar su sitio de actor secundario en la grada. Sangría era una institución dentro de la afición sportinguista.
Nombres para la historia
Se le permitía todo, no solo saltar al campo, también recorrer las instalaciones por donde quisiera. Pocas veces, eso sí, se podía permitir el lujo de acudir a algún desplazamiento fuera de Asturias. En una ocasión, ya en pleno deterioro físico, unos amigos del barrio gijonés de El Llano tuvieron a bien invitarle a presenciar un encuentro en la cercana ciudad de Santander. Los cuatro seguidores rojjblancos se desplazaron en el coche de Monchu Valllina. Sangría, cómo no, acompañado de su inseparable bandera. Después de la comida, se dirigieron sin demora a presenciar el encuentro a El Sardinero. Poco antes de iniciarse, saltó la sorpresa. Sangría, como si tuviera veinte pletóricos años, pegó un brinco y libró la valla que separaba a público del terreno de juego. No tardaron nada en abalanzarse sobre él una pareja de policías que tuvieron la suficiente conmiseración para no ponerle multa alguna y permitirle ver un encuentro que terminó con victoria asturiana por 0 a 2. A la vuelta, ya en el coche, Sangría refunfuñaba: “ganamos, sí, pero si me dejen dar la vuelta metemos-yos cinco”. En 1980, ya enfermo y en estado de extrema necesidad, pidió ayuda, por medio del diario El Comercio, a la afición rojiblanca. Necesitaba de todo para subsistir. También lo hizo al club, ya no podía ir a los partidos por su grave situación económica. Lo segundo no fue problema, el presidente Manuel Vega-Arango le facilitó un pase que pudo usar muy poco tiempo. Sangría falleció el 20 de febrero de 1981 a los sesenta y un años de edad.
Y, por supuesto, entre esos aficionados emblemáticos no podían faltan los hermanos Ceínos. Doce hijos, ni más ni menos, tuvo el matrimonio compuesto por Ángel Ceínos García, palentino afincado desde su más tierna infancia en Gijón, y la gijonesa María Luisa Iglesias Uría. Fueron una popularísima y querida saga con vinculación estrecha con el Sporting. El padre, Ángel, había jugado en el equipo reserva del conjunto rojiblanco y participado en el encuentro de inauguración oficial de El Molinón. Y vender entradas de los toros para la feria de Begoña, de lotería y de los partidos del Sporting fue la actividad principal de muchos de ellos, especialmente de Emilio, que llegó a convertirse en toda una institución en el club sin llegar a pertenecer a él. Muchas anécdotas dejaron para los gijoneses, cargadas de simpatía, como las de sus participaciones en novilladas o partidos de fútbol benéficos en los que la calidad brillaba por su ausencia, aunque no así el humor, o como la ocurrencia del día de un derbi en el Carlos Tartiere, en el que regaron el Campo de San Francisco de “sapes” cuidadosamente pintadas de rojiblanco. Son recuerdos de una época que no volverá, cargados de una inocente rivalidad, que tardarán mucho tiempo en borrarse.
Imprescindible!!! Gracias por regalarnos tus trocitos de historia.
Confirmo totalmente lo de Sangría, salí con él a dar la vuelta en el Helmántico.