«El saber está dejando de considerarse como un bien en sí mismo para pasar a ser valorado como un medio, para forrarse, única aspiración válida del homo postmodernus».
El verano de Gijón tiene toques ácidos y salinos. Esta ciudad sabe cómo marinar el olor de la manzana con el sabor de los percebes, las almejas o los humildes bígaros. Son muchos los templos en los que uno puede rendir culto a Hestia, la pacífica y bonachona diosa griega de la cocina: compartiendo una sidra y unas sardinas en El Planeta mientras contempla, a la luz del atardecer, cómo entra algún barco a puerto; degustando unas ostras del Eo con una copa de cava en la terraza del Auga para abrir el apetito y cerrar la agenda de trabajo; o dejando que Jose, el dueño de El Jamonar, elija el vino con el que acompañar la ventresca de bonito y te narre alguna historia de la movida gijonesa de los ochenta. Pero mi parroquia favorita para el estío es Casa Ataulfo. Con devota pasión practico el rito de cruzar su atrio y honrar, como Dios manda, a las cigalas, a las nécoras, los bogavantes y los centollos, haciendo las debidas libaciones con el sagrado líquido que emana de las verdes botellas de JR, Zapatero y Val de Boides.
En estos momentos en que ejercito la espiritualidad gastronómica suelo acordarme del maestro Cunqueiro que, sabiamente, afirmaba que para comer hay que añadirle siempre a la comida un poco de literatura. Si al comer una andarica la aderezamos con el conocimiento de que el naturalista sueco Carl Nilsson Linnaeus le dio el nombre científico de Portunus puber por Portunus, dios romano protector de los puertos, y porque los pelillos del casco de este crustáceo recuerdan a los que lucen los niños en su pubertad, es evidente que las andaricas me gustarán mucho más; y si a un centollo de nuestros mares, que parece vestido del mismo plata y carmesí con que Velázquez pintó a la infanta Margarita cuando se nos presenta recién cocido, lo regamos con el conocimiento de que el naturalista alemán Herbst lo nombró Maia squinado en honor a la más brillante de las estrellas de la constelación de las Pléyades que por la mañana le anunciaba al hombre griego que era hora de navegar y, por la noche, que tocaba amarrar la nave, no cabe duda de que el centollo nos gustará mucho más.
Este es el impagable valor de lo que Bertrand Russell llamaba los conocimientos inútiles: «El conocimiento de hechos curiosos no sólo hace menos desagradables las cosas desagradables, sino que hace más agradables las cosas agradables». El filósofo inglés confiesa que encuentra mejor sabor a los albaricoques desde que supo que se cultivaron inicialmente en China, en la primera época de la dinastía Han; que los rehenes chinos en poder del gran rey Kaniska los introdujeron en la India, desde donde se extendieron a Persia, llegando al Imperio romano durante el siglo I de nuestra era; que la palabra «albaricoque» se deriva de la misma fuente latina que la palabra «precoz», porque el albaricoque madura tempranamente, y que la partícula inicial «al» se añadió por equivocación, a causa de una falsa etimología. Todo esto, asegura Russell, hace que el fruto tenga un sabor mucho más dulce.
Aunque la moda de nuestro tiempo es otra bien distinta, sobre todo desde que organismos económicos como la OCDE dictan a nuestros gobiernos cómo debe ser la educación. Nuestra actitud ante el conocimiento es la de cuestionar su valor y creer que el único conocimiento que merece la pena adquirir es aquel que resulta aplicable en algún aspecto a la economía. El saber está dejando de considerarse como un bien en sí mismo para pasar a ser valorado como un medio, para forrarse, única aspiración válida del homo postmodernus. Pero esto no ha sido siempre así: para los ilustrados, los humanistas del renacimiento, los ciudadanos romanos defensores de la república y, muy especialmente, para el hombre griego, el conocimiento es un placer como el de comer, el de beber o el de hacer el amor. Tiene validez por sí mismo al margen de cualquier utilidad. Nadie sensato preguntaría de qué sirve degustar un manjar, catar un buen vino o acariciar un cuerpo hermoso, en el instante previo al disfrute, puesto que este se nos escaparía de entre los dedos con la misma rapidez con la que formulamos la pregunta. Lo mismo sucede con el conocimiento: preocuparnos por su productividad y su valor mercantil nos castra para experimentar un intenso goce intelectual.
El verano nos recuerda que la vida debe ser, sobre todo, tiempo de ocio, que no es lo mismo que tiempo de descanso ni, mucho menos, de consumo. Los clásicos usaban el término otium para referirse al tiempo en que uno se retiraba del negocio diario (negotium) para poder participar las actividades que se consideraban valiosas en sí mismas e improductivas económicamente porque en ellas no es posible el consumo: la política entendida como deliberación sobre el bien común, la escritura, la lectura, la ciencia, la filosofía, el arte, la amistad, el deporte, el amor, la conversación, etc. El trabajo se definía como la negación del ocio; hoy, el ocio se define como el momento de no trabajo. Cuando Cesar obligó a Cicerón a un periodo de inactividad, este usó el tiempo de reclusión para lo que llamaba un otium cum dignitate, un «ocio digno», un «ocio que merece la pena», un cultivarse a uno mismo. Nuestros veranos no debieran ser únicamente tiempo de reponer las fuerzas y recargar las pilas para continuar produciendo a la vuelta de vacaciones, sino una oportunidad para desarrollar actividades que nos hagan crecer como personas y saborear intensamente los dones que la vida nos ofrece: andaricas, centollos y albaricoques, entre otros muchos.

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