«Todo me resultaba grande: la puerta de entrada, la pendiente escalinata interior, y hasta un bedel cuyo corazón resultaría más grande que su cuerpo. Se llamaba Ángel»
Por José Ignacio Algueró Cuervo, doctor en Geografía e Historia
Entre los recuerdos de mi niñez ocupan un lugar destacado los del colegio, y más concretamente, los que tienen como protagonistas a quienes fueron mis maestros. En septiembre de 1965 llegué al ‘Jovellanos’ procedente de la cercana escuela -más bien guardería- de doña Anita, sita en la calle San Bernardo. Recuerdo a la citada como una mujer gruesa, vestida de negro, y casi siempre sentada en su silla sobre un cojín cuyo olor despertaba nuestra ingenua curiosidad infantil. Para mantener el orden en el nutrido grupo de párvulos se ayudaba de dos reglas, una útil para calentarnos las uñas, y otra más larga.
Con seis años recién cumplidos llegué al ‘Jovellanos’. Todo me resultaba grande: la puerta de entrada, la pendiente escalinata interior, y hasta un bedel cuyo corazón resultaría más grande que su cuerpo. Se llamaba Ángel, y moriría de forma repentina y prematura tras sentirse indispuesto creo recordar que en el propio trabajo. Su inesperada desaparición nos resultaba incomprensible y llenó a todos de profunda tristeza, dejándonos un poco huérfanos de su calidez humana.
El centro estaba dirigido por don Bernardino Barral Ascáriz. De nariz afilada, con un llamativo lunar en el rostro y un gesto serio suavizado en ocasiones por algún esbozo de sonrisa, su presencia impresionaba. Refugiado normalmente en su despacho, cuando lo veías aparecer era por algún motivo especial, como por ejemplo una reprimenda al grupo o la entrega de los diplomas que reconocían a los alumnos que habían obtenido las mejores calificaciones en el curso académico.
La tercera pata del centro la constituían los maestros. Lógicamente, coincidían todos en su concepción de la enseñanza y en los valores que debían transmitirnos. La puntualidad, la higiene personal diaria, el orden en las filas, la obediencia a sus indicaciones o el respeto a los compañeros de clase eran principios que nadie se podía saltar, so pena de la correspondiente reprimenda o, en casos extremos y afortunadamente infrecuentes, (de) tener que dirigir nuestros temblorosos pasos al despacho de don Bernardino.
De cada uno de los cuatro maestros que tuve en el ‘Jovellanos’ guardo memoria, pese a los muchos años transcurridos. En el aula 3 me dio clase don Eustaquio. Recuerdo de él su aspecto pulcro, su sonrisa, su llamativo timbre de voz y una cierta sordera.
Don Vicente fue mi maestro en el aula 5. Al hablar solía escapársele algo de saliva por la boca. Cuando se enfadaba con algún alumno, salía disparado hacia él y, fuera de sí, al tiempo que lo duchaba y reprendía, le calentaba el muslo de mala manera, a lo que ayudaba el que lleváramos pantalón corto.
En el curso siguiente (aula 7) me dio clase don José (no recuerdo su segundo nombre), apellidado Suárez si la memoria no me falla. Coincidiendo con el inicio de las clases se producía el fallecimiento de mi padre, a la temprana edad de cincuenta años. Demostrando gran sensibilidad, el maestro explicó a mis compañeros la dura circunstancia, y les dijo que lo mejor que podían hacer era demostrarme su cariño portándose como eso, como auténticos compañeros.
Don Gregorio fue el maestro en el aula 10. De más edad que los anteriores, baja estatura y gafas grandes, tenía una sonrisa muy particular. Me llamaba la atención que escribía habitualmente con plumín, usaba una almohadilla secante, y escribía con una llamativa caligrafía que exigía y apreciaba en nuestras libretas. Una vez a la semana, y con la perfección del buen pendolista que era, escribía en el encerado una consigna, frase corta y sentenciosa cuyo significado explicaba luego hasta conseguir que la entendiéramos, para después poder aplicarla en nuestras vidas.Finalmente, debíamos escribir la frase en nuestro cuaderno, borrando las veces que hiciera falta, hasta conseguir el visto bueno de nuestro perfeccionista educador.
Los viernes, por razones que desconozco aunque relaciono con el término permanencias, don Gregorio se marchaba antes de acabar las clases. Pasábamos entonces al aula 12, y allí surgía la figura de don Manuel Martínez Blanco. Impecablemente vestido, hablaba en voz baja y nos transmitía tranquilidad y confianza. En el poco tiempo que estábamos con él hacíamos un dictado; no nos metía prisa, pero exigía libreta limpia y buena letra. Valoraba tanto la ortografía que al finalizar el dictado recogía nuestros cuadernos y se los llevaba para su casa. En la clase siguiente nos los devolvía corregidos con todo detalle y ordenados de forma decreciente según el número de faltas de ortografía. Quien recogía el último su libreta recibía la felicitación más efusiva de don Manuel, cuya extraordinaria labor docente durante más de cuarenta años acabaría siendo reconocida con la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio y, posteriormente, dando su nombre a un colegio de El Llano.
Estoy seguro de que aquellos maestros del ‘Jovellanos’ contribuyeron a despertar en mí la pasión por la ortografía, la caligrafía y la docencia. Siguiendo a Gabriel Celaya en su poema ‘Educar’, en mi barca viajaron sus banderas enarboladas, lo mismo que hoy, jubilado como docente de Primaria y Secundaria, viaja algo de mí en quienes fueron mis alumnos y alumnas.
Gracias, queridos y recordados maestros.
También fuí a ese. Primero abajo, lo que ahora creo que se conoce como «BibliotecaJovellanos» en la época de muy niño, imagino que párvulos, para luego subir al «Colegio Público Jovellanos». Mi andadura calculo que empezaría en el 79, 80 u 81, no recuerdo.
Mis recuerdos son vagos en los primeros años. Un viejo,. muy recto y odiado profesor en 2º curso, que se jubiló al principio de curso (imagino) y fué sustituído por D. Manuel Miranda Miranda, un cambio radical. Aún tengo la foto de la clase. Después, de 3º a 5º estuve con D. Carlos, un profesor joven y con gafas. En 6º y durante 5 años (cosas de repetidor), con Dº. Ascensión…. Qué recuerdos en el patio de empresariales, en el gimnasio improvisado….
Reconozco casi todo lo que cuentas… Empezando por el pre-escolar de doña Anita, donde la Librería Industrial, en aquella habitación atiborrada de guajes, en escalón, los mayores arriba y los menores abajo.
Luego, al Jovellanos… a la clase que estaba enfrente, más o menos, del despacho del director don Bernardino. Un paisano enorme, grande, serio. No me acuerdo del nombre de la profesora, pero creo que también se llamaba doña Anita. Juanón me corregirá.
De los profesores, Maximino, que me dio clase en prmero de EGB, en la clase de la derecha del hall. Don Laureano, en segundo, en la clase 6 en el primer piso, al lado de la clase de don Vicente. Don Eustaquio, en tercero, en la clase 8, en el hall, a la izquierda. No me acuerdo de cuarto. En quinto, don Manuel Martinez Blanco, en la clase 10 en el primer piso.
Y de sexto a octavo, en el instituto Jovellanos, con múltiples profesores. En esta etapa ya teníamos diferentes para las distintas materias: don José Marbán, don Ángel, don Manuel, don Lisardo, don Jesús, etc…
Pero especial recuerdo tengo de cuando falleció el conserje del colegio, don Ángel. En aquel momento, estando en párvulos, pedí permiso para ir al baño, y al pasar frente a la clase 1 vi a don Ángel tendido en un banco respirando muy mal… avisé al director, me volví a la clase, y al poco entró don Bernardino a decirnos que don Ángel había fallecido.
Todo recuerdos buenos, y prácticamente ninguno malo, aunque hubo días para olvidar, y eso, precisamente, es lo que seguramente mi mente ha hecho, y de ahí la conclusión que saco de aquellos años: felicidad.