«Su cuerpo dijo que ya valía y con apenas un suspiro se apagó para siempre, después de una vida en la que peleó desde que nació y solo se permitió ceder cuando ya no pudo más»

Se equivocó por tres años. Ella siempre decía, con la carga de ironía que manejó durante toda su vida, que moriría a los 92 años. En la madrugada del pasado viernes, su cuerpo dijo que ya valía y con apenas un suspiro se apagó para siempre, después de una vida en la que Aurora Poncela peleó desde que nació y solo se permitió ceder cuando ya no pudo más. Mi madre murió físicamente a los 89 años posiblemente por las consecuencias de un trombroembolismo pulmonar, por los daños colaterales de la Covid o simplemente porque su corazón dejó de latir. El caso es que descansó porque mi madre se había ido apagando desde que la vida le dio la última y terrible bofetada: perder a su única hija hace ocho años.
La vida de Aurora siempre discurrió por el tortuoso camino que a miles de mujeres de este país les tocó recorrer por obra y gracia de un golpe de Estado que partió España en mil añicos. Autodidacta, rebelde, guasona y trabajadora impenitente, mi madre fue un ejemplo de franqueza. Nunca se mordió la lengua y de ello dejó constancia cuando aún con coletas fue capaz de cuestionar en el colegio de monjas, donde al menos pudo estudiar unos años, la virginidad de María. No sería la única muestra de su desparpajo verbal, del que dejó constancia en sus colaboraciones radiofónicas con mi hermano Pachi, y especialmente en sus aceradas críticas hacia una Iglesia de la que participaba como creyente, pero de la que renegaba en numerosas ocasiones. Llegó a sacar de sus casillas al Arzobispo de Oviedo cuando mi madre le cuestionó lo de las riquezas de la Iglesia. Un azorado Carlos Osoro le preguntó si creía que seria necesario vender la Catedral a lo que mi madre contestó: “No podría hacer eso porque la Catedral no es suya».
La vida le dio su primer golpe con apenas 24 años cuando su madre, con poco más de 50, se cayó fulminada a causa de un infarto en plena calle Dindurra. La tristeza de esa muerte quedó reflejada en las fotografías de su boda en la iglesia de la Asunción. Jaime, un célebre de Gijón, “Jaime, el de pelo blanco de La Mina” fue el gran amor y el gran dolor de la vida de Aurora. Paciente desde muy joven de lo que ahora se conoce como depresión endógena, mi madre se leyó todo lo posible y más sobre una enfermedad que aún a día de hoy, sigue teniendo muchos claroscuros. De ese matrimonio nacimos tres varones, Jaime, Pachi y un servidor y cuando todo parecía indicar que la familia no crecería más llegó Elvira. “El premio a la constancia” explicaba Aurora que a los 42 años encontró en su hija una aliada a la que desgraciadamente la vida se la llevó por delante en una desgraciada madrugada de 2013.

Mi madre, como otras muchas, no pudo estudiar más allá de lo básico, pero nunca perdió la posibilidad de aprender. Era una apasionada de la lectura, de la música (cantaba muy bien) y de habilidades reconocidas y ya desaparecidas, como hacer invisibles en las medias de las pudientes señoritas gijonesas de los años cincuenta del pasado siglo. Una labor que llegó a realizar con su mano izquierda después de que su brazo derecho quedase inutilizado durante un tiempo debido a un accidente. Una muestra más de su pundonor y de que nunca tiró la toalla. Aurora se autodefinía como una persona castrada social y personalmente. Socialmente por el tiempo en que nació y personalmente porque nunca pudo desarrollar las inquietudes intelectuales que al igual que ella, muchas mujeres de su época se tuvieron que comer con patatas en una sociedad en la que a personas como mi madre solo tenían derecho a eso que aparecía en los libros de familia: ocupación, sus labores.
Aurora Poncela fue madre, abuela y esposa, pero ante todo y sobre todo fue una mujer coraje que peleó todos y cada uno de los días de su vida para hacer felices a los demás. Con un esfuerzo titánico logró su principal objetivo: que sus tres hijos y, especialmente, su hija, fueran a la universidad. Con un pundonor inalcanzable y sin una sola concesión al lamento en voz alta, capeó temporales económicos, sentimentales y familiares. Nunca pidió nada y siempre lo dio todo siguiendo el ejemplo que nos repitió en muchas ocasiones: “Mi madre era tan buena que una vez le dio la tapa de una pota a una vecina y ella se quedó sin ella”. El pasado viernes, Aurora Poncela suspiró por última vez con tranquilidad y dijo adiós a una vida en la que fue genio y figura. Sirva este recuerdo como homenaje a las miles de mujeres que, al igual que mi madre, han utilizado el coraje y lo siguen haciendo como el arma fundamental para enfrentarse a la vida. A todas ellas, gracias.
Un abrazo para los Poncela y otro para el recuerdo que dan a vuestra madre en tus palabras.
Precioso y emotivo resumen de una vida ejemplar y de lucha . D. E. P., y desde aquí mis condolencias a todos sus familiares.