Guardó en el bolso una piedra con forma de corazón en la última de sus mañanas en Altea. La encontró en la playa, después del tempranero baño entre turquesas aguas calmadas, esperando a ese perezoso sol que más tarde broncearía al tiempo rocas, lagartijas y turistas alemanes. Decidió regalarse una ducha sin prisa en el hotel y preparar su única maleta de una manera casi ceremonial. Olga García Méndez llevaba seis lustros dando clase en un instituto neoyorquino del Bronx. Y en el año de su jubilación regresaba a España para vivir unas vacaciones diferentes, de reencuentros con antiguos compañeros de promoción en Altea, Cuenca y Madrid. En casa de Lupe (filóloga exquisita) pasó dos noches pero a la tercera fue la vencida y prefirió descansar en el hotel cercano a la playa. Por aquello de no estirar visita en casa ajena. Camino de Cuenca hizo Olga parada en Utiel, descubriendo que la calle más larga del pueblo estaba dedicada al actor Enrique Rambal. Y allí mismo, justo entre el sofocante calor que dejaba bandas de moscas sobre las encaladas fachadas, se agolparon un montón de recuerdos de sus veranos en Cimavilla. En casa de tía Emilia, la que se casó en el barrio alto y no medró. La que cantaba con «La Guapa» y el otro Rambal, el que para ella siempre fue el único Rambal conocido. Entonando en una mezcla de risas y voz lastimera, mientras frotaban enaguas, pantalones y toallas con jabón Lagarto: «No te quiero, no me quieras. Si to’ me lo distes yo no te peí. No me eches en cara que te lo perdiste. También a tu vera yo to’ lo perdí». En el prolongado paseo por Los Tintes con su antigua amiga Tere siguió en su cabeza el runrún de Cimavilla. Ya no reconocía a Tere, ni en el abrazo, ni en «el discurso». Se alojó terminada la tarde en una coqueta posada a cien metros de la catedral. Cimavilla inundó de nuevos sus ojos y memoria al entrar al cuarto de baño. En el blanco azulejado del servicio lucía el dibujo de una ballena, una ballena en Cuenca sobre fondo blanco. Sin Liquerique, ni la Rampla, sin el Mercante ni Vicaría o el Brisamar. En Cuenca, era la señal que esperaba, anuló su encuentro con Nacho en Madrid, escarceo de juventud, y puso rumbo al norte. Con suerte llegaría para sentir en la piel el coletazo de esas fiestas que ella seguía imaginando en interminable desfile de neños cabezudos con pantalones cortos y zapatos desgastados. Enfilando Atocha bajo el rostro del demonio, el Gordo y el Flaco, Harpo y Groucho Marx. Volvería a sentir el final del verano en su Cimavilla. Aunque ya nada quedase de aquel barrio amado.