Este febrero viene con mucho frío y esa ladrona del norte llamada humedad se cuela entre las paredes. Avanza cual enredadera verde o negra, trepando por la fachada
A veces Pilar se queda embobada mirando un bolígrafo nacarado. Se lo regalaron las compañeras cuando dejó de trabajar en Tabacalera. Se había ganado la retirada a pulso, hizo millones de puros y tenía los dedos más agiles del barrio alto. Ese día lloró emocionada y dio tantos abrazos que llegó molida pero feliz a la cama. Hoy sigue en la misma cama, congelada en invierno, embozada de soledad todo el año. El bolígrafo ya no tiene tinta ni recarga posible, intentó volver a darle utilidad recorriendo papelerías, librerías y kioscos por Gijón, cuando las piernas todavía le respondían. No encajaba la carga en el boli, por larga o corta, por ancha o estrecha.
El precioso presente de jubilación se había quedado viejo, como ella, mas no quería tirarlo. Un objeto bonito consuela a la vista, aunque esté cansada. Y hasta llega a dar calor. En las tardes más frías, Pilar agarra el nacarado regalo con reuma y sin fuerza sintiendo en sus manos esa caricia de un verano lejano en el calendario y la memoria. Este febrero viene con mucho frío y esa ladrona del norte llamada humedad se cuela entre las paredes. Avanza cual enredadera verde o negra, trepando por la fachada, descansando en el portal, oculta detrás del sofá, marcando el salón, pasillo o cabecero de un camastro que es trinchera del sueño entre noviembre y marzo para una anciana enferma que recibe a la noche después de ver el parte en la tele.
Agotada, contemplando, escuchando huecos discursos repetidos por predicadores, vendedores de crecepelo o comerciales de lo imposible disfrazados de políticos. En un terrible país que solo tiene una suerte, la geográfica. Se mete Pilar entre mantas con el pijama, la bata y un gorro de lana. Con la tele apagada y la imagen de los embaucadores con traje en su cabeza. Enciende la radio justo antes de dormir y salen las mismas voces de los personajes del telediario. Apaga cabreada el transistor e intenta dormirse. Si el azar lo quiere esta noche soñará con Antonio, que dejó el pelleyu en la mar el segundo invierno de un matrimonio sin estrella. Hace tres noches tuvo una pesadilla: un pulpo gigante destrozaba embarcaciones en el muelle con el vigor de unos largos tentáculos.
Mañana tiene que llamar a su hija, a Sara, que vive en Tenerife. El próximo año se irá a vivir con ella antes de verse engullida por otro invierno en Cimavilla. Ya ni toca los radiadores, hay facturas indecentes que no se pueden pagar, ni se deberían cobrar. La ojeada por la conocida habitación se detiene en algunas fotos de juventud y regresan de repente las risas en la pasarela de disfraces, aquellos churros del Mercante que le encantaban a Sara, el primer beso de novios a la puerta del puesto de Vicente, el Mono, la Guapita, Peñespardes, la Monroya, Bracinos de goma, la Tarabica…
Los bomberos sofocaron a tiempo el incendio, rompieron el cristal de la ventana y fijaron su mirada en un bote de pastillas vacío, un bolígrafo nacarado en el suelo y un destapado brazo que tocaba el cuarteado parqué por última vez.