«Quini se convirtió en una suerte de Cicerone para un sorprendido Salinas que en su presentación en Mareo, vitoreado por la multitud entusiasmada, se negó a dar tres o cuatro toques seguidos al cuero ante el amable requerimiento de los fotógrafos»
Estábamos a punto de dar por finalizada la pachanga de los sábados cuando mi amigo Pablo pinchó un balón bombeado. Quebró a dos defensas y clavó la despellejada pelota por toda la escuadra, ante la desesperada salida de un robusto portero con pantalones largos. Diluviaba y Pablo palmeó con rabia el empapado escudo de su camiseta del Sporting. Llevaba la elástica Joma de la temporada 95-96 con el número 15 y el nombre de su ídolo a la espalda: Julio Salinas…
Llegó el vasco al Sporting a punto de cumplir 33 años, con una maleta tapizada en brillante palmarés, cargada con seis Ligas, tres Copas del Rey, una Copa de Europa y tres mundiales disputados. Julio consiguió el pichichi en segunda con el Bilbao Athletic y después de una trayectoria impecable en el Athletic Club, Atlético de Madrid, Barça y Depor; fichó por el Sporting en el verano de 1995. El acuerdo firmado entre Augusto César Lendoiro y José Fernández dejó al futbolista vizcaíno aterrizando en el Aeropuerto de Asturias, recibiendo el abrazo de «la leyenda del gol».
Quini se convirtió en una suerte de Cicerone para un sorprendido Salinas que en su presentación en Mareo, vitoreado por la multitud entusiasmada, se negó a dar tres o cuatro toques seguidos al cuero ante el amable requerimiento de los fotógrafos. Prefirió pasear, rodando la pelota por el verde y posar en cuclillas con el esférico. Él era un gran delantero pero nunca se le conoció por ser un «virtuoso», ni un malabarista con el balón en los pies. Se ganó el rematador muy pronto a la afición. Con unos números incontestables: 24 chicharros en 54 partidos de liga, anotados 18 de los cuales en su primera campaña a la vera del Piles.
En su segunda temporada como sportinguista no contó con el respaldo de Benito Floro, apostó el míster por ese caro y desconocido Luna que no borró el grato recuerdo de Salinas, que decidió enrolarse en las filas del Yokohama Marinos, en tierras del sol naciente. Gabino González (director económico y financiero del Sporting) fue testigo directo, desde su despacho, de las negociaciones telefónicas del jugador con la dirección técnica del club nipón. El bilbaíno nunca necesitó de intermediarios ni agentes para llevar sus asuntos. En Japón metió 26 goles en su primer año, sin dejar de añorar una temporada y media mágica en Gijón.
Pero al final terminaría su carrera en el Alavés justo antes de ejercer como excelente comunicador deportivo, habitual en platós de televisión y estudios de radio. Con tiempo suficiente para viajar, cocinar, jugar al pádel y ordenar su colección de chapas de cava y champán. Mas ya sabemos que la memoria es selectiva y en ocasiones pretende cortejar a la fantasía, al pasado, a lo que pudo ser y no se logró. Sigue sin olvidar el espigado ariete, pasados los años, aquella llamada a Luis Mitre ofreciendo sus servicios para volver a pisar de corto El Molinón, sintiendo el calor de la grada, mirando de reojo, otra vez, a los más jóvenes descalzándose, mostrando al cielo zapatos y playeros, entonando la alegre melodía: «Bota de Oro, Salinas, Bota de Oro»