
Tampoco le es esquiva a la memoria una alineación repetida en el Sporting de nuestros amores, que siempre será el Sporting de nuestra infancia. José Ramón Patterson, periodista brillante y elegante jubilado, recuerda letanía, 58 años después, de futbolistas en punta de ataque: Montes, Pocholo, Solabarrieta, acompañados por Valdés y Juanjo

Funciona la memoria de una manera caprichosa. Podemos olvidar lo que cenamos ayer y recordamos con todo lujo de detalles aquellas lejanas vacaciones de infancia en el sur. Con cine nocturno de verano, mañanas en la playa y helados de chocolate y vainilla por merienda. No se nos olvida la canción de mamá cuando tenía un gran día, el primer beso del enamoramiento más inocente o esos versos recitados en la escuela, una y otra vez: «Abenámar, Abenámar, moro de la morería, el día que tú naciste grandes señales había: Estaba la mar en calma, la luna estaba crecida». Tampoco le es esquiva a la memoria una alineación repetida en el Sporting de nuestros amores, que siempre será el Sporting de nuestra infancia. José Ramón Patterson, periodista brillante y elegante jubilado, recuerda letanía, 58 años después, de futbolistas en punta de ataque: Montes, Pocholo, Solabarrieta, acompañados por Valdés y Juanjo.
En 1967, de la que se jugaba con un portero, tres defensas, dos medios y cinco delanteros: Patter tenía 9 años y quería ser extremo izquierdo en el Sporting. Y si puede concentrarse cerrando los ojos, le llega aún hoy, el olor de las farias encendidas y los goles de Solabarrieta, cantados, gritados, celebrados en el viejo estadio. Nació Francisco María Solabarrieta Arcocha en Ondárroa el 9 de noviembre de 1940. Jugó al fútbol como casi todos los chiquillos de la villa vizcaína y en 1961 engrosó la filas del Eíbar. Los armeros solo pudieron disfrutar de Solabarrieta una temporada. El Sporting se fijó de inmediato en las dotes goleadoras del delantero, que marcaba chicharros hasta con la espalda e incorporó al ariete en 1963. Coleccionó en el equipo gijonés 6 temporadas y 104 partidos, marcando 84 goles. Salía Paco al campo con paso renqueante, al estilo John Wayne, y algunos aficionados aseguraban, con sorna, que entre sus arqueadas piernas podrían pasar un par de gochos bien cebados. No era el futbolista más técnico al norte del Pajares, precisamente, pero su fuerza, rapidez y oportunismo hacían del vasco un rematador inapelable. De cabeza, volea o chilena, daba igual la suerte. El área se convertía en su hábitat natural y la pelota amaba besar red si era empujada por Solabarrieta. Nunca llegó a primera con el Sporting y fue Pichichi de segunda la campaña 66/67 con 24 goles.


Esa misma temporada protagonizó el derbi más igualado y goleador de la historia. Sporting 5 Oviedo 4. Marcaron por los rojiblancos: Félix en dos ocasiones, Montes y Solabarrieta al principio y al final del match. Contaba el añorado David Rivas, neñu en ese derbi, que nunca en la vida sintió en un estadio semejante estruendo de alegría como el que consiguió el vizcaíno en el minuto 85, rompiendo el empate a 4. «Cimblaron los cimientos de El Molinón». Coincidió la última etapa de Paco en el Sporting con la llegada de los jóvenes hermanos Castro, procedentes del Ensidesa. Ejercía Solabarrieta de «sensei del gol», al final de cada entrenamiento, con un Quinocho que ya venía con olfato de serie. El nueve de Llaranes prestaba atención a esas «mañas» de ariete clásico que el vasco dominaba a la perfección. Jesús Castro reverenciaba al vasco y llamaba Don Francisco al delantero. «De tú, Susi, que somos compañeros, joder». En 1969 abandonó la disciplina sportinguista para enfundarse la rojilla de Osasuna mas el bueno de Paco nunca pudo olvidarse de sus felices años en Gijón. Años, temporadas, partidos y goles que en ocasiones le asaltaban desde la bruma de la memoria. En los campos del Tudelano y el Aurrerá o mirando fijamente el curso de la ría de Ondárroa, como si en ese espejo de agua se reflejase El Molinón sobre el Piles.