«Al llegar a Liquerique me acordé de las buenas fotos de Goti y de las maravillosas nocturnas de Fidi. Me senté en las escaleras, pensé en Anina y en los motes playos que no tienen recuerdo en las calles de Cimavilla, en la Guapita y en Rambal»
El otro día un amigo me comentaba que deberíamos mirar al cielo más a menudo. Hacia arriba, como en la película de Adam McKay, con Leonardo DiCaprio, Jennifer Lawrence y Meryl Streep. Sin peligro, por el momento, de una colisión apocalíptica con meteorito incluido. Decía mi amigo que la tristeza llevaba anidando en nuestra casa, vida y mirada demasiado tiempo. Él ya estaba harto de contemplar tapas de alcantarilla, esquivar cagadas de perro, contar pasos de cebra, hipnotizarse con la pantalla de un móvil demasiado grande para el bolsillo del pantalón. Quería fijarse en las cornisas, las alturas, pájaros y cielos. Sin confiar en supersticiones ni creencias en seres omnipotentes. Mirar hacia arriba, aguardando ese encuentro con la emocionante alegría, como el instrumento de un zahorí vuelto del revés. Me convenció y a la mañana siguiente inicié solitario y frío paseo matinal.
Buscando en los cielos de enero fugaces encuentros y tal vez dichosos con el pensamiento que fluye o el descubrimiento desconcertante. Cruzando los dedos por si Lorenzo decidía aparecer entre las nubes negras. Confiando en una tregua de Arcelor en su metódica misión para envenenarnos, al menos durante la breve mañana. En la «Cuesta del Chepu» imaginé a Rafa Kas marcando ritmo con sus camperas y a David desde su 1.96, sonriendo pícaramente. Entre Atocha y Vicaría reparé otra vez en tres solares patrocinados por la renuncia y las palomas. Y de pronto me acordé de la historia de una estación meteorológica abandonada en el Ártico, en la isla Kolyuchin. Una estación poblada por una colonia de osos polares.
Mi ensoñación duró tan solo unos segundos, pude ver en ese instante de bruma a tres enormes plantígrados, más blancos que la nieve, levantando una pared de ladrillo con la intención de recuperar la vida antes del derrumbe. Bajé Vicaría sabiendo que sin falta de mirar a las nubes yo viajaba en ellas desde siempre. Al llegar a Liquerique me acordé de las buenas fotos de Goti y de las maravillosas nocturnas de Fidi. Me senté en las escaleras, pensé en Anina y en los motes playos que no tienen recuerdo en las calles de Cimavilla, en la Guapita y en Rambal, huérfano de placa y busto en su propio barrio. Pensé en Noe yendo a buscar a Illán y a Mael a la salida del comedor, Laura, Ico y Mario en el parque, Patri, Óscar, Hugo y Érika en la terraza del Marinos. Me acordé de la buena gente, de mi gente.
Pude levantarme con el tafanario congelado y decidí regresar a casa. A coger el petate para ir a la radio. El frío «masajeaba» mi jeta mas el cielo estaba dispuesto a regalar una buena estampa celeste. Por un momento dudé y la duda quiso ser toda oídos: de un quinto piso en Honesto Batalón salía una melodía tocada al violín. Se escuchaba hasta con la ventana cerrada y apostaría medio meñique a que pude escuchar tres gloriosos minutos de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorak. En mi barrio, a la vuelta del paseo, sin miedo a la sonrisa de tonto que se me pone cuando soy feliz.