Aquella noche me largué a La Allandesa con la moza en busca de una fabada que, sin importarle pecar, devoró igual que yo
Transcurridos un par de años de la reforma política, allá por el 78, andaba en crisis. Yo y media generación de los sesenta. Salíamos de la lucha por la utopía y entrábamos en la fosa del desencanto. La patética película sobre la familia del (magnífico) poeta Leopoldo Panero, nos impactó, trituró y bautizó los años del abandono revolucionario por paraísos más posibles y cercanos, de las comunas y las drogas, a la fuga masiva de la extrema izquierda al PSOE o a las oposiciones funcionariales, las dos formas posibles de asegurarse la vida.
Yo me apunté a las primeras, una mala elección por culpa de la cual mi pensión no alcanzará los ochocientos euros. Pero, ¡ah las comunas! Si no era posible el comunismo mundial, lo sería a pequeña escala, creando aldeas ecológicas, autosuficientes, compenetradas, donde la libertad individual y la solidaridad grupal funcionaran perfectamente, sin egoísmos, sin intolerancias, sin estrecheces mentales, lo que venía a significar con mucho sexo, que de follar se trataba aunque luego apenas de nada.
El verano del año marcado, pasé por Xinzo de Limia, al otro lado de Grandas de Salime. De visita, que la mía estaba bajo la peña tevergana de Sobia. Iba a darnos unas lecciones de gastronomía y espiritualidad el gran maestro Rashimura, promotor de comidas integrales probióticas y sanadoras, capaces de alimentar al mismo tiempo el cuerpo y el halo del alma, y capaces de permitir un magnífico tránsito intestinal y otro magnífico tránsito espiritual: la hostia en verso.
Y vi al chamán hecho un cromo, con túnica, melena y una corte de mujeres propias en indisimulada poligamia adoradora. Su voz convencía a los melenudos allí reunidos, impecablemente cubiertos de trapos indios bajo una nube de maría, que eres lo que comes, y en consecuencia, si consumíamos sus potitos reparadores –que valían una pasta- alcanzaríamos no sólo el nirvana de la salud, la fuerza y la sabiduría, también el nirvana en nuestra siguiente y postrera reencarnación.
Rashimura se anunciaba taoísta y, además, maestro en artes marciales, una versión ibérica de Kung fu décadas previa a que el monje, Kwai Chang Caine, o David Carradine, se ahorcara buscando una erección.
Descreído de la política, trataba de creerme su rollo, especialmente por el entusiasmo de la moza que me gustaba entonces (y a la que no deseaba compartir en un tic típicamente pequeñoburgués del que nunca me deshice) dándole al frasco salvador, una crema de color marrón indefinido a ratos salada, a ratos dulce, y definitivamente desagradable. Claro –me decía-, el camino hacia la verdad es difícil, debo darme tiempo…
Aquella noche me largué a La Allandesa con la moza en busca de una fabada que, sin importarle pecar, devoró igual que yo.
Abandonamos a Rashimura. No le importó. Sus ventas de aquel día, sobradamente generosas, se debieron multiplicar en otros muchos lugares: pronto adquirió una casona, aumentó su notoriedad, su harén y sus cuentas bancarias, y la policía comenzó a seguirle los pasos tras denuncias de padres con hijas seguidoras y de descreídos insensibles.
Mientras lo encontraba en las noticias olvidaba todo lo relacionado con los potitos milagrosos y con el recetario “biológico e integral” que le había comprado y conservo: fuera la polenta al kombu, el potaje de azukis, el kokoh o el desho; cuando un amigo me contó que un restaurante de Infiesto daba filetes al queso, pronto rebautizados cachopo, concluí que comerse a la vaca era ser uno con la vaca, transustanciación.
En 1983 Rashimura escapó cagando leches con su montón de mujeres a Londres, para más tarde perderse por California o así. ¿Las causas? Dos. Primero que la policía secreta demostró el origen de los potitos comercializados clandestina y exitosamente: un triturado de las basuras animales, vegetales, marinas y de otros orígenes que prefiero ignorar, diariamente tiradas en los contenedores de Mercamadrid. Tal como suena. Pura repla orgánica embotellada. – “Si no me mató me hizo más fuerte”, positivé mientras sentía un retortijón diferido. Otra el cargarse a un sectario protestón.
Fugado y olvidado de la justicia, por ahí anda con cuarenta hijos. Cuarenta reconocidos, a saber cuántos otros dada su prolificidad.
En mi trabajo de periodista conocí a siete de ellos, guapos, saludables y lógicamente de madres diferentes, hará tres años en Oviedo. Resulta que el Majarishi se apellidaba Vivanco, era entre otras muchas cosas bailarín de flamenco tabernario antes de santón, y una mínima parte de su prole taconea unida llevando el apellido paterno: “Los Vivancos”.
Viendo la energía que exhibían, quedaba claro que los alimentó con chuletones de angus, no con sus repulsivos potitos putrefactos; uno me lo tomé yo y aún sueño que cualquier día saldrá de mi como salió el bebé alien de John Hurt.