Una mujer de 73 años murió en una clínica de Oviedo tras recibir oxígeno y morfina por parte de una médica. Ésta alega haber actuado por compasión, al ver a la paciente en un estado terminal. La doctora fue acusada de homicidio por imprudencia grave, pues no siguió el protocolo y no consultó a otros médicos
El 6 de enero de 2018, la muerte de una mujer de 73 años en una clínica privada en Oviedo desencadenó un juicio que no sólo revisa las decisiones de una médica, sino también la fina línea entre la compasión y la imprudencia. Un caso que explora la ética médica, el protocolo sanitario y, en última instancia, la responsabilidad profesional. Aquel día de Reyes, la paciente, con un historial de fragilidad y un diagnóstico de insuficiencia cardiaca tratada, estaba sola en su habitación. Sus hijos la habían llevado a la clínica el 2 de enero por un leve empeoramiento de su salud. Nada grave, pensaron, un simple chequeo. Había pasado la Navidad en casa, en Avilés, con escaso apetito y sin ganas de salir, sin que nada sugiriera que se encontraba ante un desenlace fatal. En la mañana del 6 de enero, la médica de urgencias que la atendió no tuvo dudas al ver a la mujer en su estado: respiración agónica, piel azulada, signos de desconexión cerebral. La muerte era inminente. Lo que sucedió a continuación ha sido el núcleo de una discusión legal y ética: decidió administrar oxígeno y una pequeña dosis de morfina para aliviar la agonía de la paciente, en lo que ella describió como un acto de “compasión” hacia una vida que se acababa. Una decisión que podría costarle muy cara.
La doctora fue acusada de homicidio por imprudencia grave. Ante el tribunal, se defendió con rotundidad: “Volvería a hacer lo que hice, una y mil veces”. Según su versión, la paciente ya no tenía posibilidad de sobrevivir. El tratamiento que administró no buscaba curar, sino mitigar el sufrimiento. Su diagnóstico inicial era claro, según su parecer la mujer estaba en un proceso irreversible. La facultativa intentó localizar a los familiares sin lograrlo; la paciente, aislada en su habitación, había pasado la noche sin compañía.
El 5 de enero, el médico internista había señalado que la mujer estaba mejor, sin signos de que su vida corriese peligro. El 6 de enero la situación cambió drásticamente, y tras no encontrar a los familiares, tomó la decisión de aliviar a la paciente con lo que consideró el tratamiento más adecuado para su situación: oxígeno y morfina. La falta de anotaciones médicas posteriores a la noche del 5 de enero, según el forense llamado por la juez, es uno de los puntos que más desconcierta a la acusación. Tras la caída de la paciente, una madrugada antes de su fallecimiento, desaparecen los registros que podrían haber esclarecido el estado de la mujer. Lo que sucedió entre la madrugada del 5 y el mediodía del 6 de enero se convierte así en un vacío de información, un misterio, un espacio donde las hipótesis entran en juego.
Los hijos de la paciente han defendido que su madre no estaba gravemente enferma. La mujer había recibido el alta en diciembre del hospital San Agustín, tras un ingreso sin complicaciones graves, y se encontraba estable cuando la trasladaron a la clínica de Oviedo para someterla a unas pruebas adicionales. El 5 de enero, el internista les había asegurado que había experimentado una notoria mejoría, por lo que el anuncio de su muerte en la mañana del día 6 les cogió de sorpresa: un desenlace absolutamente inesperado.
El debate está claro: ¿fue culpable de una imprudencia grave al no seguir el protocolo establecido o actuó correctamente al intentar aliviar el sufrimiento de una paciente que ya estaba destinada a morir? La respuesta de los expertos no es unívoca. Los informes forenses, por un lado, concluyen que el tratamiento que se administró no fue el adecuado, aunque reconocen que, dada la situación crítica de la paciente, cualquier tratamiento terapéutico probablemente habría sido infructuoso. El Ministerio Fiscal, en su acusación, sostiene que hubo una clara infracción de la lex artis, lo que podría constituir un homicidio por imprudencia grave; señalando que la actitud de la médica pudo haber sido más una muestra de compasión que una negligencia consciente.
Lo que sí es indiscutible es que actuó fuera de los límites de lo habitual en situaciones como esta. La falta de anotaciones que certifiquen la gravedad de la paciente a partir del 5 de enero, sumada a la rápida administración de morfina sin una consulta directa con otros profesionales, ha sido uno de los elementos que más ha resaltado la acusación.
Las indemnizaciones a los hijos de la paciente son otro punto clave. La clínica ya ha abonado 25.527 euros a cada uno de los herederos por una infracción de la lex artis ad hoc, el Ministerio Fiscal solicita una indemnización adicional de 60.000 euros, argumentando que la negligencia podría haber agravado el sufrimiento de los familiares, y considera los hechos constitutivos de un delito de homicidio por imprudencia y solicita una pena de un año de prisión, inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo durante la condena y tres años de inhabilitación especial para ejercer la medicina.
El juicio continúa hoy, pero lo que está claro es que este caso pone de manifiesto una de las cuestiones más delicadas de la medicina: el manejo de las decisiones al final de la vida. La compasión y la imprudencia no siempre son fáciles de distinguir, especialmente cuando la línea entre ambas depende más de lo que no se hizo que de los hechos. El destino de la médica acusada, que defiende que hizo lo correcto, se juega ahora en los tribunales. Y con ello, también se examina hasta qué punto los profesionales de la salud pueden o deben decidir sobre el fin de la vida de un paciente sin caer en el delito o el exceso de confianza.