«El sosiego del verano permite la contemplación. Aristóteles, que supo vivir bien y teorizar sobre ello, entendió la felicidad como una actividad contemplativa y, a la vez, la contemplación como la acción humana más excelente»
El sosiego del verano permite la contemplación. Aristóteles, que supo vivir bien y teorizar sobre ello, entendió la felicidad como una actividad contemplativa y, a la vez, la contemplación como la acción humana más excelente. Yo, que tengo a Aristóteles entre los más sabios, sigo en este tiempo de estío sus consejos y así, al amanecer, mientras oteo el naciente sol ascender sobre la horizontal del mar, dejo caer, con lentitud, sobre la nuclear blancura de un plato de porcelana una espesa y fina lágrima de aceite que corta perpendicularmente la línea del horizonte y que toma en su seno el color de las luces del alba.
La contemplación del noble zumo de aceitunas me evoca voces de largos ecos. Si uno presta la necesaria atención puede remontarse a la noche de los tiempos y contemplar como en las costas del Mediterráneo el pueblo fenicio, amigo del ingenio y la navegación, hunde sus manos en la tierra para plantar los primeros olivos traídos del Asia menor, creando con ello una cultura de perfecta simbiosis entre el hombre y el árbol que hace imposible discernir quién alimenta a quien.
Quizás fue el olivo quien verdaderamente nos cultivó a los hombres que, desde entonces, poblamos las tierras de la cuenca mediterránea. Cultivando la tierra para el aceite, el aceite ha ido cultivado nuestras almas; modelándolas y, a la vez, cuidándolas. Quizás por eso Cicerón, que nació rodeado de olivos en su villa de Arpino, usó el término agrario cultura para referirse a que nuestro espíritu, como la tierra, necesita cultivo.
Mientras imagino a Cicerón paseando entre sus olivares, unto un trozo de pan sobre el aceite y casi puedo ver a los atletas griegos ungiendo sus cuerpos con el mismo divino líquido antes de pisar la sagrada arena del estadio de Olimpia. El atleta griego no se esforzaba por el oro sino por alcanzar la virtud, por, como cantaba Píndaro, llegar a ser el que eres. Las cabeza de los vencedores eran coronadas con una rama de olivo que había sido cortada por el más bello de los efebos mientras el público agradecían que los dioses les hubiesen permito contemplar la belleza de la virtud en este mundo que, la mayoría de las veces, parece mediocre e innoble. Todos celebraban el triunfo de la virtud arrojando flores a los excelentes mientras estos daban una vuelta triunfal al estadio. En el templo de Zeus, los heraldos proclamaban sus nombres, su patria y su linaje, y al regresar a sus ciudades éstos eran recibidos como héroes. Se derribaba un trozo de la muralla para darles una especial entrada, los poetas cantaban su hazañas, se erigían estatuas conmemorativas y se les reservaba un puesto de honor en las comidas comunes del pritaneo, sede del gobierno de la polis.
El hombre griego no luchaba por dinero sino solo por ganarse el mérito y el respeto de sus iguales. Así lo constató el embajador persa que asistió a los juegos olímpicos. Al contemplar el premio que recibían los vencedores, el enviado persa escribió asustado a Mardonio, comandante de los ejércitos del Imperio aqueménida durante las Guerras Médicas: «¡Ay, Mardonio, contra qué clase de gente nos has traído a combatir! ¡No compiten por dinero, sino por amor propio».
Jenofonte cuenta que el aturdimiento que provocaba la presencia del vencedor olímpico es un sentimiento de naturaleza casi religiosa: Cuando el atleta, coronado con el olivo, muestra su excelencia, cuando es capaz de superar sus propios límites, un resplandor atrae las miradas de todos los presentes como por la noche los ojos humanos son atraídos por el fulgor de los cuerpos celestes. El atleta que triunfa es digno de contemplación porque parece un dios encarnado. La vista de todos los espectadores queda atrapada por su belleza y cada uno se conmueve en lo más hondo de su alma. Unos se quedan callados, absorbidos por un silencio casi sagrado, mientras que otros gesticulan expresando su entusiasmo.
Callado y absorbido por un silencio sagrado es como quedo cada mañana de verano cuando el aceite pinta con viejas historias mi plato.