La torpe sincronización de los semáforos provoca que el tráfico avance a trompicones, con paradas y acelerones que aumentan el riesgo de accidentes. Este mal endémico de Gijón no es un misterio para nadie, aunque en principio se vea como una ventaja porque parece que se avanza más
La crítica hacia los semáforos como herramienta de gestión del movimiento de vehículos y personas ha ganado relevancia en los últimos años entre urbanistas, gente experta en movilidad sostenible o no, e incluso ayuntamientos e instituciones que diseñan y gestionan la trama urbana. ¿Por qué sucede esto? Aunque los semáforos pueden parecer eficaces a primera vista, en muchos contextos sus desventajas superan con creces los beneficios que ofrecen.
Esta afirmación no requiere ser alguien experto en movilidad para comprenderla. Basta con recordar cómo, desde hace años, las rotondas han ido sustituyendo a los semáforos en cruces de ciudades y periferias. No es casualidad y aunque aún hay cierta confusión sobre la forma correcta de circular por ellas, las rotondas permiten un flujo de tráfico más continuo y eliminan las esperas innecesarias, algo que todo el mundo prefiere cuando conducimos. Los semáforos, en cambio, ralentizan el tráfico de forma generalizada, no solo el de los coches. En algunos casos, esto puede tener sentido para controlar la velocidad, pero cuando afecta al transporte público, peatones, ciclistas y otros usuarios de la vía, se desincentiva el uso de medios sostenibles y se otorga ventaja al vehículo privado. Esta desigualdad, que se materializa en los tiempos de espera, provoca que el coche siempre esté «un paso por delante» en la regulación del tráfico. Incluso, aunque aparentemente vaya más despacio.
La psicología de los semáforos
Otro de los puntos más criticados de los semáforos es que fomentan una actitud pasiva entre los usuarios: mientras los conductores en calzada «esperan instrucciones», los peatones «obedecen». Esta dinámica genera una pérdida de atención y una renuncia a la responsabilidad compartida, dejando todo en manos de una luz roja o verde. Pero la falsa sensación de seguridad se desmorona en el momento en que uno de los usuarios no cumple con su parte. Los atropellos por conductores que aceleran al ver el ámbar o ignoran el rojo son más comunes de lo que se cree. Peatones y ciclistas cruzan confiados, convencidos de que la luz verde les protege, hasta que se topan con la realidad: no es la luz la que protege, es la atención de los conductores.
La situación no mejora para ciclistas y peatones. La espera prolongada en los pasos regulados los empuja a cruzar saltándose el turno y desafiando la lógica del sistema. La paciencia se agota, la calle parece vacía y cruzan. Lo hacen bajo la premisa de que «si no viene nadie, ¿por qué esperar?». Pero este razonamiento choca con la lógica de la ordenación, que no se adapta a las necesidades reales del usuario. Y cuando las normas se perciben como absurdas, es evidente que la gente las incumple tarde o temprano.
Cuando alguien comete un error, la reacción habitual es señalar al culpable. Se puede ver habitualmente en las redacciones que cubren estos incidentes, que no dudan en describir los atropellos o siniestros, con el foco puesto en la «imprudencia» de la víctima. Pero ¿y si el problema no es la imprudencia del usuario, sino el propio diseño de la regulación?. El problema es que los y las usuarias más vulnerables, como peatones, ciclistas y personas en patinete, no sólo cargan con la culpa, sino que a menudo también acaban en el hospital.
Esta frustración es especialmente visible entre ciclistas y usuarios de patinetes, que deben adaptarse a semáforos pensados para coches grandes, lentos y con poca maniobrabilidad. ¿Por qué deben obedecer las mismas normas que vehículos que pesan toneladas?. Su visibilidad es mejor, su agilidad superior y, sin embargo, están obligados a parar en cada cruce, aunque no haya coches a la vista. El sistema no se adapta a esos medios, pero ellos deben adaptarse al sistema. No es casual que en muchas ciudades europeas se permitan excepciones, como la posibilidad de que ciclistas giren a la izquierda o crucen con precaución en ámbar. En nuestra ciudad, la antigua ordenanza ya recogía en parte esta lógica, como también se espera de próximas entregas del código de circulación, demostrando que hay otras formas de gestionar la movilidad de forma justa.
Parece una ventaja pero no lo es: La sincronía de la luz verde
La torpe sincronización de los semáforos provoca que el tráfico avance a trompicones, con paradas y acelerones que aumentan el riesgo de accidentes. En avenidas como Pablo Iglesias, Av. Constitución o Príncipe de Asturias, la imagen se repite a diario: coches que corren contra la luz verde, tratando de esquivar la próxima luz roja, conductores que aceleran al ver el ámbar y giros peligrosos en cruces donde los árboles, las furgonetas y los coches mal aparcados bloquean la visibilidad. Este mal endémico de Gijón no es un misterio para nadie, aunque en principio se vea como una ventaja porque parece que se avanza más.
Mención especial para los pasos de peatones con botón: un despropósito que, lejos de facilitar la movilidad, la obstaculiza solo para peatones. Este sistema, que supuestamente busca la seguridad y la fluidez, suele lograr el efecto contrario: hace que la gente cruce por su cuenta, harta de esperar. No es una anécdota aislada. ¿Cuántas veces has pulsado el botón de un paso de peatones y, después de una espera injustificada, has cruzado porque no venía ningún coche? No se trata de imprudencia, sino de un sistema mal diseñado o que responde a un solo interés.
Si los semáforos parecen ser aspirinas para el cáncer vial, ¿cuál es la cura real?
La respuesta está en las nuevas corrientes de seguridad vial, inspiradas en la filosofía sueca Vision Zero (Cero Víctimas) y en la apuesta por una movilidad más sostenible. En este nuevo modelo, los semáforos dejan de ser la pieza central de la regulación del tráfico y se abren paso alternativas más efectivas.
¿Cuáles son estas alternativas? La principal es el rediseño de calles e intersecciones con una jerarquía clara: primero el transporte colectivo (autobuses, tranvías, taxis) y los usuarios vulnerables (peatones, ciclistas y usuarios de VMP), y después el vehículo privado. Este enfoque ya se está aplicando en ciudades de toda Europa y algunas Españolas mediante la creación de calles o zonas compartidas (Shared Spaces), donde peatones, ciclistas y conductores conviven en un espacio común, algo así como nuestras “Plataformas únicas”, sin semáforos y sin órdenes externas. La clave está en la cooperación, la atención mutua, la prudencia y sobre todo, el diseño que impida actitudes incívicas.
En esta columna ya hemos hablado antes de cómo mejorar los pasos de peatones para que sean más visibles y cómo reducir la velocidad de aproximación. También hemos explorado cómo mejorar la convivencia en los entornos escolares, espacios donde la seguridad debería ser total y no lo es. Finalmente y para lograr una autorregulación real y una responsabilidad compartida, se necesita algo más que normas. Se necesita un diseño urbano que defina claramente el papel de cada usuario y usuaria en la calle. Desde peatones a ciclistas, desde el conductor hasta la operaria que mantiene la vía, todo el mundo tiene un papel que cumplir. Pero este papel no se puede improvisar: debe estar definido por el propio diseño de la calle. Las normas que son incoherentes o absurdas no se cumplen. Y no hay policía ni multa que pueda corregir eso. ¿Por qué en Gijón no se aplica?
Que gran visión de la movilidad. Una pena que el equipo municipal vaya completamente en contra de lo aquí propuesto