«Francisco ha sido un papa inestimable, enérgico impulsor del bien del humanismo en tiempo de antropófagas tempestades, campeón de los migrantes y de los masacrados niños de Gaza. Pero a este ateo que escribe siempre le pareció que lo de la humildad no era tan así…»

En estos días en que todos los medios de comunicación mundiales rebañan hasta la última raspa de la pota de las anécdotas sobre Robert Prevost, el ahora papa León XIV, y algunas las leemos repetidas una y otra vez, la que a mí me parece que mejor habla de él me la topé citada de pasada, en un artículo de Lucetta Scaraffia en El País. Scaraffia es una periodista e historiadora católica, distinguida en el activismo en pos de que la Iglesia dé un trato igualitario a hombres y mujeres en todos los ámbitos, fundadora del suplemento femenino de L’Osservatore Romano. Y ella no dejó de fijarse en lo que a tantos hombres les pasó desapercibido: en los días de concentración cardenalicia en la Residencia de Santa Marta, Prevost era uno de los pocos purpurados que ayudaba a las monjas a recoger la mesa.
Del fallecido papa Francisco se alababa en vida y se alaba en la muerte su extraordinaria humildad: los lavatorios de pies, la renuncia fundacional a la muceta, la estola y la cruz de oro, sus gastados zapatos negros, su renuncia a vivir en el Palacio Apostólico, la sobriedad de la habitación que ocupaba en Santa Marta, etcétera. Francisco ha sido un papa inestimable, enérgico impulsor del bien del humanismo en tiempo de antropófagas tempestades, campeón de los migrantes y de los masacrados niños de Gaza. Pero a este ateo que escribe siempre le pareció que lo de la humildad no era tan así, y comparte lo que le lee al respecto al columnista reaccionario Alonso Pinto, porque a veces los reaccionarios, cual los relojes parados, también aciertan la hora. Escribe Pinto en Infocatólica que «la humildad es algo tan delicado que el más ligero gesto premeditado la pervierte, y la sencillez que insiste hasta llamar la atención se traiciona». Los gestos citados de Bergoglio —prosigue— «acapararon la atención en vez de repelerla. Precisamente por negarse a llevar los zapatos rojos, todo el mundo se fijó en sus zapatos; precisamente por no vivir en el Palacio Apostólico, todo el mundo se fijó dónde vivía; precisamente por no llevar la cruz de oro, todo el mundo se fijó en la cruz que llevaba. Si hubiera aceptado todas esas cosas sin más, al momento se habrían vuelto invisibles para los demás, porque nadie se fija en lo que es habitual. Pero en el momento en que las rechazó, la misma austeridad se convirtió en una ostentación».
«La verdadera humildad consiente ser coronada para pasar desapercibida, si hace falta», sentencia asimismo este comentarista mallorquín, autor de Colectánea: una cruzada contra el espíritu del siglo, en el tono serenamente provocador que le caracteriza. Francisco tenía —titula— una «ostentosa resistencia a la ostentación». Es contraintuitivo, también discutible, pero a mí me parece que es así. La humildad para que te vean, la humildad espectacularizada en busca de aplausos, no es humildad verdadera.
Y no pasa nada: quizás esa humildad no humilde que es característica del estilo peronista que Bergoglio mamó en su patria tenga un valor político laudable. El polvo y la basura de una Iglesia corrupta y los pavores del mundo no pedían un pontífice sencillo ni discreto, sino el enérgico populismo del Cristo fustigador de fariseos y mercaderes. Lo primero que hizo Bergoglio fue escoger un nombre papal —ese programa político sutil y en miniatura— completamente inédito. Lo primero que ha hecho Prevost, escoger uno de los más repetidos; ser catorceno en vez de primero. Y también la muceta, la estola, etcétera. Se acabó el histrionismo descamisado, quizás con él se acaben las mayores audacias de Francisco, y en lo que a mí respecta, será por desgracia. Pero, si no en lo político, sí en lo personal, siempre simpatizaré más con la humildad tímida de Robert Prevost responsabilizándose de su plato sucio cuando nadie más lo hace.
Teresa de Lisieux hablaba del «caminito» que también hay a la santidad, al lado del gran camino de los grandes martirios: no hace falta dejarse descuartizar por infieles de las antípodas, como el pobre Melchor García Sampedro, sino que basta con ser discretamente recto y generoso con los que nos rodean cada día. Pues algo así, salvando las distancias (que tampoco hay que llamar santo a nadie, faltaría más, por fregarse los platos).